13/5/08

Relato corto escrito en 1993 @Jose Montal (Borrador)

(Para Patrícia con muchísimo cariño)


12/5/08

Yanira

Querida Raquel:


Revolviendo ayer los cajones de mi viejo escritorio la encontré. Si, creo que fué la última carta que te escribí, la última que tú ya no recibiste. Es extraño, ha pasado tanto tiempo... ¡quince años!. Dios mio, quince años… No intento, no quiero justificarme ahora, con la retrospectiva de todos estos años, no es eso. He descubierto —me han ayudado a descubrir— las razones, a veces desesperadas, que me llevaron a escribir todo aquello, tantas cartas, algunas muy bonitas, ¿no opinas lo mismo? No me gustaría que creyeras que he estado engañándote, mintiéndote intencionadamente, aunque sea eso, precisamente, lo que la gente, en su ignorancia, podrían pensar. Se que no va ser fácil que lo entiendas, pero estoy segura de que si sigues leyendo, podrás llegar a comprenderme.

En una ocasión me dijiste —estoy hablando de la época del colegio, cuando nos hicimos tan amigas— “lo importante no son las palabras, sólo son eso, palabras. Lo que de verdad trasciende es lo que piensas, lo que haces y el porqué lo haces”. Se me quedó grabado, ya ves.

Espero que sigas pensando de la misma forma. Si es así, puedo estar tranquila.

Más de cien cartas. No sé si son muchas o pocas. En diez años más de cien cartas. Te prometí que te escribiría todos los meses, al menos una vez. Y aunque no siempre fue así, te escribí tanto… todas esas cartas. Sabes que siempre me gustó tirar de la pluma, era una debilidad a nivel espiritual la que sentía por las letras, (es lo que hizo que nos conociéramos en la facultad, no lo olvides), y si te digo la verdad, más de una vez me quedé con las ganas de escribirte de nuevo, en la misma semana, el mismo día, lo que ocurre es que no quería preocuparte, que sospecharas que algo no funcionaba, no quería estropear esa relación tan “mágica” que manteníamos. Por otra parte, el dejar los estudios para dedicarme a mi casa y a Jaime, me trajo como consecuencia un montón de tiempo libre. Me aburría, así que era un consuelo ponerme a contarte mis cosas. Más tarde, como ya sabes, mi vida se animó mucho, aunque lentamente, muy poco a poco.

¡Ya estoy otra vez! En realidad NO SABES cuánto cambió mi vida, qué distinta era de lo que te contaba. Así pues se trata de eso, de hacerte un relato sincero de todos estos años, una verdadera confesión. Me engañaba a mí misma y sin quererlo te confundí a tí. No fue conscientemente, créeme, pero ahora siento la necesidad de explicarme, explicarte cómo fue mi vida desde el momento en que nos separamos, desde el día que me casé. Hace ahora quince años

Ya es tiempo suficiente. Y bueno, he pensado que la mejor manera de hacerlo es de la mejor forma que sé expresarme: escribiendo. Es por eso que te pido, por favor, que no dejes de leer lo que sigue, hasta el final. Sé que es la única manera de que puedas entender mi vida, entenderme a mí.


Yanira -1-

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Bueno, tu ya me conoces, no es que fuera una chica fuera de lo normal, nada brillante —me dijo alguien—, pero tenía derecho a hacer mis planes. Había formado una idea más o menos clara de lo que quería hacer en la vida, lo que quería ser de mayor, vamos. Todas lo hemos hecho en esa etapa crítica de nuestras vidas, en la que todo son proyectos maravillosos, que en la mayoría de los casos, jamás llegarán a realizarse. Y recuerdo tus sueños de llegar a ser una Faulkner, una Dos Pasos. Nos gustaba que nos creyeran unas rebeldes, (adorábamos a James Dean), y queríamos demostrárselo al mundo, como ellos, los grandes. Así que, ya me entiendes, tenía muchas ilusiones puestas en mi carrera. Las dos sabíamos lo difícil que iba a resultar, pero estábamos seguras de conseguirlo; ESCRIBIR. A mi siempre me gustó tu estilo, la fuerza y la pasión que sabías imprimir a tus relatos. Tenía la certeza de que lo conseguirías. Sin embargo, y a pesar de tus ánimos, a mi siempre me faltó ese valor, ese coraje que tú siempre mostrabas a la hora de emprender cualquier cosa. Era como si estuviera convencida de antemano, de que por una razón u otra, acabaría dejando la carrera y con ella mis ilusiones, mis aspiraciones. Recuerdo cómo te enfadabas conmigo. Me querías de verdad y te molestaba ver que me hundía con el menor pretexto, pero ¿ves? el tiempo siempre da la razón. Me casé y todo terminó.

No quiero que pienses que Jaime tuvo algo que ver con que yo dejara de verte, nunca me prohibió escribirte. Sin embargo no le hacía mucha gracia que estudiara. El pensaba que me quitaría demasiado tiempo para llevar la casa. No, no pienses mal, no es que fuera demasiado posesivo, sencillamente estaba educado de otra forma. Le encantaba, al llegar de trabajar, encontrarme en casa. Era todo muy romántico, no me importó el cambio que supuso en mi vida, en mis planes. Lo hubiera dejado todo por él, incondicionalmente. De hecho así lo hice.
Jaime tenía un buen trabajo en la agencia inmobiliaria, tenía también muchos planes y más posibilidades de llevarlos a cabo (ya viste a donde llegó con el tiempo), así que apostamos por su proyecto. Era más real, no hubo discusión. Confiaba plenamente en él, todo lo contrario que en mí.

Sé que pensaste que me faltaba ambición; acertaste. Es algo difícil de explicar, como un sentimiento muy arraigado dentro de mí que me dice que va a salir bien o mal, una especie de premonición. Tú no crees en esas cuestiones, cuando te propones una cosa la llevas hasta las últimas consecuencias, por eso siempre te he admirado, envidiado. Una envidia sana, ya sabes, en lo que esta puede ser de sana (se que esta frase te recordará a otros tiempos, era una especie de máxima tuya).

El caso es que fué una decisión muy meditada, largamente meditada. No vayas a creer que fue tomada de la noche a la mañana. No hay nadie más indecisa y con más miedo a todo que yo (muy a pesar de mi padre, que tantas esperanzas tenía depositadas en mí). Me costó mucho hacerme a la idea de cambiar los estudios, mi familia, a tí, por algo tan… desconocido, aunque excitante a la vez, como el matrimonio. Pasé una temporada muy crítica. Creía que el mundo se me venía encima. Era la primera decisión importante —y la única— que tomaba en mi joven vida. Además estaba el que tan sólo lleváramos diez meses saliendo, muy poco tiempo, todos me lo decían.
Yo estaba “coladita” por él ¿te acuerdas? Me decías: “Chica, desde que conoces a Jaime sólo eres capaz de ver por sus ojos”. Yo, ingenua de mí, lo tomaba como un cumplido. Ahora creo que era, mas bien, una especie de advertencia. Pero también sabes que, hasta el día que le conocí, no había salido con ningún otro chico. Tú te metías conmigo, ¡ya podías!. Eras una especie de “devoradora de hombres” (y esto no lo inventé yo, créeme). Así que para tí fue más fácil adivinar cómo me podría ir con Jaime. Yo pensaba que habiendo sido un flechazo por ambas partes, sólo podríamos ser felices, nada más. En fin, que todo esto se me fue de la cabeza en esos días terribles, y sólo afloraban los sentimientos de duda y temor. Perdí el apetito, dormía fatal, y mi madre se llevó un buen susto porque se me retrasó el período tantos días, que me notaba mirar con desconfianza, como bajo sospecha. Me hizo todo ello sentirme tan angustiada que llegué a deprimirme. En mi propia casa. Fue terrible. Pero ya te digo; cuando tomé la decisión de dejarlo todo por Jaime, me quité un gran peso de encima. Volví a respirar tranquila. Y me atrevería a decir que fue un sentimiento generalizado. Hice feliz a mucha gente, gente querida, así que no podía haberme equivocado.

Sólo una cosa me desazonaba finalmente, y era el traslado que había en ciernes, de Jaime, a otra ciudad, por ampliación del negocio. Aunque ello conllevaba un ascenso de categoría y el consiguiente aumento de sueldo, no me consolaba en absoluto el alejarme de todo lo que conocía y amaba; la familia, tú, mi ciudad.

Seis meses después de todo esto nos casamos. Estuviste allí, conmigo, te lo agradecí muchísimo. Me hizo muy feliz ver a la gente que quería acompañándome en ese momento tan especial, tan lleno de incertidumbres, de recelos. No es tan fácil como parece siendo tan sólo mero espectador. En esos instantes te das cuenta de que te estás comprometiendo de verdad con la persona que tienes al lado. Ya se que te puedes echar atrás incluso en ese instante, pero si has llegado hasta allí es porque lo tienes bien claro, así que… es una especie de sentimientos contradictorios; lo amas pero te gustaría salir de allí corriendo, sin volverte a mirar atrás. HUIR. Lo que finalmente ocurre es que impera la razón y el trámite se cumple.

Y no creas que no me di cuenta de nada. Allí, entre tanta gente, vi cómo me mirabas, cómo me sonreías y me animabas con un gesto tan dulce como sincero. Aquello me dió una fuerza que no había sentido hasta entonces. Supe en ese mismo instante que iba a ser muy feliz. Inmensamente feliz.



Yanira -2-

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No tengo que recurrir a la carta que te mandé desde St. Malo para recordar lo sola que me sentí en aquella playa vacía, inmensamente triste, por la que salía a dar paseos al atardecer. A veces sola, pocas veces con Jaime. Acompañada siempre, eso si, por mis amigas las gaviotas, alegres, chillonas. Creo que, de habernos quedado en Cheburgo, como teníamos planeado, todo habría salido mejor. Al menos hubiera podido distraerme paseando por el centro histórico y ver cosas interesantes, como hace todo el mundo. Y es que Jaime quería la tranquilidad de aquella playa para estar conmigo, sí, pero también para pasarse el tiempo haciendo planes para el regreso, a su querido trabajo. No se cansaba nunca de pensar en ello. Yo sí.

Fue a los tres días de estar allí que tuve la necesidad de escribirte, pero no encontré el valor para contarte lo que estaba sintiendo en esos momentos, esa creciente angustia. Sin pretenderlo, las palabras que surgían de mi mano, estaban siendo redactadas por mi propio deseo de que todo fuera de otro modo. Así, te contaba la grandiosidad del balneario donde habíamos ido a pasar la luna de miel. Un recinto monacal, impresionante, blanco como la luz del Sol. Un lugar —te decía— de ensueño. Te hablaba de la suntuosidad de las cenas, los bailes con orquestas maravillosas. De lo feliz —en resumidas cuentas— que estaba siendo en aquellos días. Te escribí:

“Querida Raquel:

No sabes lo que me gustaría poder tenerte aquí conmigo. Te escribo desde una maravillosa terraza en el balneario de St. Malo, sentada en una mesa al lado de este inmenso atlántico. Sólo separada de él por una balaustrada de mármol blanco, bajo un cielo transparente y con el Sol mirándome curioso, mientras suena en el “salón de cristal”, detrás de mí, la Symphonie Fantastique de Berlioz. ¡No podía ser otra!. Aquí la música suena constantemente, vayas por donde vayas. Anoche mismo asistimos, después de una cena de gala, a un concierto en el auditorium privado, de la filarmónica de París. Fue conmovedor. Jaime y yo, totalmente fascinados, enamorados, escuchando la Ouverture Fantaisie de Romeo et Juliette, de Tchaikowski. Te aseguro que es lo mejor que me ha pasado en la vida.

En el poco tiempo que llevamos aquí no hemos parado de ir de un lado para otro, paseando, disfrutando de este maravilloso lugar. Ayer, mientras degustábamos unos vinos, el mesonero nos contaba que durante la segunda guerra, la ciudad fue destruida por las bombas alemanas casi en su totalidad. Nadie lo sospecharía, porque reconstruyeron tan fielmente el lugar que se diría que aquí jamás hubo guerra alguna. Nos contó también como el legendario Surcouf se convirtió a los veinticinco años, de corsario en armador, después de amasar una inmensa fortuna a base de piratear por estos mares, y acabó instalandose en St. Malo, que era por aquellos entonces escondrijo predilecto para todo tipo de rufianes y bribones. Aún se conserva de aquella época la muralla que rodea la ciudad antigua y que, tras soportar los rigores de las guerras, sirve ahora como lugar para el esparcimiento y el paseo. Jaime y yo la hemos recorrido un par de veces. Paseas por encima de ella y puedes bajar a la playa por escaleras laterales talladas en la piedra. La playa es inmensa, de arena fina y muy blanca, pero lo más curioso es que cuando baja la marea —sin apenas darte cuenta—, quedan varadas cientos de barcas de pescadores, y dejan al descubierto otra masa de arena tan grande que pierdes de vista el agua.

Para hoy tenemos previsto un pequeño crucero por las islas Anglo-Normandas de Jersey y Guernesey, que están muy cerca de aquí. No te puedes ni imaginar la cantidad de pequeñas islas que hay diseminadas en el golfo de St. Malo. Esta sembrado el océano de diminutos islotes, algunos de los cuáles están fortificados. En uno de ellos dicen que descansa el alma del inmortal CHÂTEAUBRIAND. Promete ser muy interesante. Será mi primera aventura por mar. Todo esta resultando muy excitante, de veras. ¿Puedes creer que ya me hago entender en francés? No es tan difícil como creía. Sólo es proponérselo.

Por la noche vamos a ir a Dinan, una pequeña ciudad al otro extremo del golfo, se puede ver desde aquí. Iremos al teatro, a ver no sé que obra de los clásicos. Después cenaremos en el casino que ha hecho famosa la ciudad, y ¿quién sabe? a lo mejor probamos fortuna en la ruleta. Estoy muy ilusionada, todo esta saliendo a pedir de boca. ¿Sábes? No creí que esto del matrimonio fuera algo tan… maravilloso.”


¡Cuan diferente era todo!.

Así llegó el momento de volver a casa. Con la esperanza y el deseo de que todo empezaría a ir sobre ruedas. Alguien me había advertido que “los primeros días no eran gran cosa”, así que pensé que, simplemente, la nueva vida estaba siguiendo su curso. Tampoco iban a ser todo risas y bromas, ¿no te parece?

Burgos nos recibió con un frío glacial y una indiferencia deprimente. No conocíamos a nadie allí, así que el comienzo tampoco fué muy alentador. Jaime se iba temprano y volvía indefectíblemente tarde. Y mientras él iba ampliando su circulo de amistades, el mio se limitaba a las tres señoras —dos de ellas ancianas y casi sordas— encargadas de las tiendecitas en las que realizaba mis compras.

Me refugié, como siempre, en la escritura. Tenía en ella toda la compañía que me faltaba, que necesitaba y que quería. Buscaba esas sensaciones que me eran negadas en la vida real, el cariño de un marido, el amor, la amistad de la gente. Yo tenía dentro de mi todo un mundo de emociones para dar. Amor, mucho amor. Esa era la palabra mágica, la palabra prohibida…

Mi llegada a Burgos la conociste de otra manera:

“Llegamos en un día en que el Sol parecía brillar con más luz que nunca. Jaime apretó mi mano, contagiándome de sus mismos sentimientos ante la nueva aventura que comenzaba para ambos. Me sentí a gusto, me hubiera sentido bien a su lado en cualquier lugar del mundo, por remoto que este hubiera sido. Presentí que algo maravilloso comenzaba allí, a ochocientos cincuenta y cuatro metros sobre el nivel de la mar lejana. Frente a la entrada de la catedral, frente al valle de Arlazón, en mitad del frío. Allí, como pétrea testigo, la impresionante catedral que fué fundada por el obispo Mauricio, que fué comenzada a construir en 1221 y abierta al culto en 1230, aunque después siguió trabajándose en sus postreras taraceas, durante tres siglos más. Pero Burgos era mucho más que eso, poseía cosas maravillosas, muchos aromas históricos y mucha verídica palpitación humana. Así que nos sentimos inmensamente felices, ya que lo que más nos importaba era estar juntos, tan sólo eso, allí o donde fuera.”

O en otra carta:

“Muchas tardes, al terminar Jaime su trabajo, me recoge en nuestra casa de Los Arcos de la Llana y dejamos que nuestros pasos nos conduzcan, se pierdan en el recuerdo, en la distancia. Cuando una se encuentra abrumada del caótico tráfago urbano, del agobio que produce una urbe de más de dos millones de habitantes, es reconfortante huir, refugiarse en una ciudad pura, de honda castellanía. Un burgalés ilustre, Dionisio Porres, dijo: “El castillo es su cuna; la catedral, su palabra, y la Cartuja, su silencio.” Todo eso tiene Burgos y basta escuchar el silencio para que la palabra se haga audible.

Y nuestro pasos, que ya son sabios, nos conducen a El Espolón, aula, cónclave, casino, patio de recreo y mirador. Sin él no se entendería el carácter urbano de ésta ciudad. Todo confluye allí en un momento dado, y las tardes lo saben de memoria; y el nos conoce ya, conoce a las tardes que se van cada día, como nosotros, para volver al día siguiente. De El Espolón dicen que no es sólo uno de los paseos más característicos de esta ciudad, sino de los más personales y humanizados de todo el país.”

Te conté, siempre te contaba, que mi matrimonio iba de más a mejor. Que Jaime era un cielo, que ya estábamos pensando en tener niños. Que ya tenía un montón de amigas, pero que te echaba mucho en falta, (al menos en esto no había fantasía ninguna). En definitiva, que era feliz. Como te había prometido ser.

En los primeros meses llegué a escribirte casi una carta diaria, que luego mandaba al fondo de un cajón. Cajón que pronto quedó pequeño y tuve que sustituirlo por una vieja maleta. La misma que aún conservo, cargada de aquella tristeza, de años y años de amargura y desilusión. Aquí la tengo, a mi lado, nunca me separé de ella, tampoco lo haré jamás. Gracias a ella conseguí la felicidad, como ya te contaré más adelante.

Sé que te estarás preguntando, mientras te hago todas estas revelaciones, por qué razón no te lo hice saber en su momento. Yo creo —ya fui hace algún tiempo consciente de ello— que estaba tan influenciada por tí, por tu fuerte personalidad, por tu inconscientemente dominante carácter, que me sentía incapaz de descubrirte lo débil que yo había llegado a ser. Si no me engañaste, —y yo estoy segura de que no lo hiciste— tú estábas totalmente convencida de que teníamos personalidades gemelas, que éramos idénticas (menos en el tema de los chicos, claro) Pero en mi caso era sólo rebeldía, que nada tiene que ver con el valor y la fuerza de espíritu. Siempre he sido una llorona, todo lo he arreglado llorando y nada más (acuérdate de aquel lacrimógeno sábado por la noche en mi casa, en mi cama, cuando te declaré mi decisión de casarme). Eso de pasar a la acción, hacer algo por convencimiento, se remonta a los tiempos en que la lectura de los Miller, Hemingway o T. Williams, nos empujaba a rebelárnos contra todo, sistemáticamente, contra todos. Pero en eso quedaba la cosa, en una sucinta rabieta juvenil, es decir, en nada.

Sabía con toda certeza que te dolería enterarte de mis sufrimientos, de mis desgracias provocadas únicamente por mi natural laxitud e indolencia. Eso es lo que yo pretendía evitar, aún a costa de ocultarte la verdad, de disfrazarla de felicidad. Por otra parte, eran mis vívidos sueños los que tan sublimemente te relataba, la forma en que me hubiera gustado vivir. Para mi era todo tan real, que a veces tenía dificultades en separar una vida de la otra.
Aún ahora, tanto tiempo después, habiéndome liberado de aquella cárcel que fue mi casa, mi matrimonio, mi encierro, sé positivamente que la existencia que describí en los papeles, fue la vida que realmente viví.

De aquellos días es la carta:

“Querida Raquel:

Al levantarme esta mañana y mirar por la ventana de mi dormitorio, he visto el cielo más azul y más radiante que jamás hubiera podido imaginar. La luz se apoderaba de todo, inundándolo con su lumínico esplendor, todo, hasta mi corazón. Me siento más afortunada que nunca. Creo que la felicidad que experimento desborda con creces cualquier mérito que haya podido contraer en algún momento de mi humilde existencia. A veces hasta anularme los sentidos, y entonces me entran ganas de llorar. Y sé que todo este amor que se me ha otorgado tiene una razón de ser; la de compartirlo con las gentes menos afortunadas y más necesitadas que yo.

Sin perdida de tiempo he salido a la calle, bien temprano, con el rocío cubriendo la grava, acariciando la hierba del parque, y me he dirigido hacia el hospital de los niños y ancianos desamparados. Supe hace algún tiempo, por los periodicos de aquí, que las hermanas que dirigen este centro benéfico atravesaban algunas dificultades; estában escasas de personal, asi que pensé en dedicar parte de mi tiempo libre en labores más desprendidas que las puramente domésticas.

Es un lugar donde se respira bondad, lleno de compañerismo, de amistad, y está regido por el AMOR. Allí, entre aquella gente, que no tienen a nadie en este mundo, me encuentro como entre mi familia; són mi familia. Igual que yo lo soy suya.
Por las mañanas me dedico a los niños. Ayudo a las hermanas en la higiene de los pequeños, les contamos cuentos, cantamos y jugamos con ellos. Les damos todo el cariño de que son capaces nuestros corazones. Suplimos, en parte, algo que de por sí es insustituible; la madre.

Me dijo ayer David, un niño de cuatro años y medio:
—¿Tu eres mamá?
—No, cariño. —le contesté.
—¿No quieres ser mamá? —me volvió a preguntar.
—¡Claro que si! —le dije.
—¿Y por qué no eres mamá? —insistió.
Medité bien la respuesta.
—Bueno, Dios aún no ha querido que yo sea mamá.
Me dijo:
—Si quieres, puedes ser mi mamá. Me gustaría ser tu hijo.
No pude evitarlo, lo abracé fuerte contra mi pecho para que no viera como brotaban las lágrimas de mis ojos. Fue un momento de ternura increíble. Los niños no pierden la ilusión ni la esperanza de encontrar a alguien que los quiera, alguna familia que los acoja en su seno y los haga suyos.

Con los ancianos es distinto. La mayoría no tienen ya ninguna esperanza y algunos prácticamente vegetan. Es más difícil levantarles el ánimo. Tengo que luchar más con ellos que con los pequeños. Pero me gusta igualmente. Paso las tardes con ellos, les hacemos compañía, charlamos. Me llena de satisfacción ver cómo me reciben la mayoría al día siguiente, con que alegría.

De vuelta a casa, al atravesar de nuevo el parque, pisaba la grava con firmeza. Disfrutaba mirando los alerces, altos como montañas, imponentes. Los increíbles colores de los sicomoros, con sus hojas gigantes, del verde brillante de la hierba húmeda. La niebla empezaba a levantarse. Respiraba hondo. Me daban ganas de cantar, de bailar, de dar saltos. Me sentía feliz, como en una nube.”


Yanira -3-

3


Se conoce que, cumpliendo las juiciosas palabras que tan sabiamente pronunció Sartre, “como todos los soñadores, confundí el desencanto con la verdad”. El tiempo iba enterrando muy despacio, pero sin la menor piedad, todo aquello en lo que había creído. No salía de un desengaño cuando me veía abofeteada cruelmente por otro. Todas las advertencias, todos los ánimos, los consejos que te llevas al matrimonio no te sirven absolutamente de nada cuando te descubres sola, miserablemente desamparada frente a una situación que te desborda.

Empezaba a darme cuenta de que, a la larga, si no te rebelas, si no haces nada por cambiar la situación, el tiempo no lo cura todo. El tiempo era algo que a mí me sobraba, y sin embargo, esa era la principal razón de mi desmoralización, de mi desencanto. Me venían a la memoria nuestras reuniones literarias. Fueron idea tuya (cómo no), y a mí, por supuesto, me tenían cautivada. Sentarnos en una cafetería, en un ambiente propício, después de haber comprado algún libro y hablar de nuestros autores predilectos. Coincidíamos bastante en nuestros gustos; Steinbeck, Faulkner, J. Conrad. Recuerdo la jugosa y feróz crítica que hicimos de la trilogía de Miller, PLEXUS, NEXUS y SEXUS. También lo que nos reíamos —de una forma bastante infantil, eso es cierto— leyendo en secreto aquellas historias obscenas, escandalizándonos con aquella pornografía camuflada de literatura (basura), recién descubierto a Charles Bukowski. Después vino la idea de ponernos manos a la obra; escribir algo. El “metodo” también partió de una ocurrencia tuya; tú me darías el argumento para que yo desarrollara una historia y viceversa. Así nacieron algunos relatos cortos bastante buenos (a mi parecer). Me gustaron mucho “La Pasión”, “7 días de Mayo” y cómo no “Sofía”, que según me confesaste, habías escrito inspirándote en mí (he de reconocer que me emocionó y me llenó de un íntimo orgullo aquel detalle). Por mi parte escribí “Breve reflejo” y “Libre del deseo”, que aún siendo las que más calidad podían tener, no llegában a hacer sombra a tus relatos de exquisita ternura y sensibilidad.

Es desconcertante que los avatares de la vida consigan lo que los hombres y las mujeras no son capaces de conquistar con su propio esfuerzo. Te vuelves loca por llegar a una meta fijada de antemano y cuando descubres que no lo lograrás jamás y abandonas, el destino te hace llegar por sus vericuetos caminos lo que tú habías anhelado desesperadamente, ¡y sin buscarlo entonces!.

Burgos estaba nevado, el blanco había hecho su aparición sigilosamente, mientras todos dormíamos, dándole a la ciudad un aspecto fascinador. Hacía un frío cortante que helaba la sangre. No podía soportarlo, ya sabes que el frío siempre ha podido conmigo. Pero lo peor no era la temperatura que hiciera en la calle, sino la que teníamos dentro de casa. Puedes imaginar a qué me refiero. La relación entre Jaime y yo se había enfriado de tal manera que no estába muy segura de que afuera hiciera más frío que en mi propia casa.

Ahora, mi “marido” ya tenía un cargo de mucha responsabilidad y trascendencia, tanta como para que se pasara el tiempo viajando por toda la geografía de este país. Adquiriendo terrenos, comprando, vendiendo, negociando, desapareciendo durante largas temporadas. En los últimos dos años sólo había conseguido verle, esporádicamente, un fin de semana al mes. Tiempo que aprovechaba para hacer infinitas llamadas a colaboradores suyos. Fue la época en que nos trasladamos a una casa en las afueras. Una bonita casa de campo. Grande, muy grande. Jaime no podía permitirse el vivir en un apartamento en el centro de la ciudad. Ahora tenía un “nivel” que debía demostrar públicamente.

Del traslado me ocupé yo. El trabajo me mantuvo entretenida durante un tiempo bastante breve por otra parte, ya que Jaime ni siquiera me permitió encargarme de la decoración, que delegó a un prestigioso y carísimo profesional.

Ni por un instante pensé en que las cosas iban a cambiar. No podían ser de otra forma. La chispa que un día hubo entre los dos se había ido extinguiendo lenta pero inexorablemente. El amor que yo había sentido por ese hombre, habíase tornado en decepción, en desencanto, en fracaso.

Comencé a darle vueltas en mi cabeza a la posibilidad de la separación, del divorcio, incluso de la huida, aunque esta última opción la desestimé desde el primer instante, bién sabes por qué motivos. No podía, no quería continuar soportando aquella situación que llegaba a ser desesperada. Ni siquiera el psicólogo, al que acudí a escondidas de mi marido, podía sacarme de aquel pozo en el que estába hundida. El insistía en que debía dejar al hombre que había conseguido anular mi personalidad. Sí, la idea me la vendío, pero no el remedio. Al tener que ser yó la que enfrentara personalmente la situación, se paralizaba el proceso, el proyecto de liberación de mi alma, de mi cuerpo, de mi ser. No encontrába la fórmula para hablar con Jaime de todos mis sufrimientos. No reunía el valor necesario, esa es la verdad. Planes los hacía todos, pero al sentir que el momento de afrontar la ruptura se acercaba, me echaba atrás, me hundía. No era capaz de enfrentarme a él.

¿Puedes imaginarte, Raquel, en qué estado de animos me encontraba yo? Supongo que debes estar empezando a comprender que esa ”otra vida” que yó te contaba, era mi única via de escape.

Sin embargo el momento llegó.

Fue un fin de semana en que él había decidido otorgarme, no sin cierta conmiseración, la gracia de su compañía. Después de la cena que yo le había preparado sin ninguna motivación especial, comenzó a hablar de sus proyectos. No me los contaba a mí, sino a sí mismo. Esa era su forma de hablar, no esperaba que estuvieras o no de acuerdo, ni que opinaras o participaras. Pensaba en voz alta. El que yo estuviera allí en aquel momento era un mero accidente, pura casualidad. Ya había ocurrido otras veces. Tenía pensado abordarlo, sin embargo, después de sus elucubraciones me sentía sin fuerzas. ¡Pero esta vez no! estaba preparada y tenía que aprovechar la ocasión. Le dije:

—Jaime, de hoy no pasa. Tengo que hablar contigo.
—Espero que no sea ningún disgusto, no es el mejor momento.
Típica contestación suya. Continué:
—Para mí, el disgusto es vivir de esta manera. No es…
—¿De esta manera? —me interrumpió repentinamente furioso— ¿De qué manera? —insistió— ¿Es que acaso crées que no tienes todo lo que te mereces?
—¡Justamente! No sé si lo merezco o no, pero es lo más importante para mí eso que no tengo.
—¿Y qué es eso tan importante? —preguntó sin mirarme a la cara
—Amor.
—¡Amor, amor, amor! —gritó crispado— El amor es algo eventual, pasajero. Esta muy bien al principio, luego se convierte en simple trámite.
—Sí, ese es, trístemente, nuestro caso, pero no es lo que yo quiero.
—Mira Sofía, yo creo que te estoy dando más de lo que nunca habías soñado. Trabajo mucho para sacar esto adelante…
—¿Esto? ¿Y que diablos es esto? —le grité perdiendo el dominio de mí misma— ¿La preciosa casa en la que no vives? ¿Es eso todo lo bueno que crées que puedes ofrecerme? Yo no quiero una casa grande, bonita, con terreno y árboles por donde pasear mi soledad. Quiero, necesito a alguien que me quiera a mi lado, que me necesite y me comprenda, que me apoye y me ayude… y tú no eres ese.

Jaime tenía un perfecto control de sí mismo, especialmente en púbico, pero hablar de nuestra situación era algo que podía con él. Quizás porque no estaba acostumbrado a perder y en este terreno yo era claramente la dueña de la razón, de la verdad. Esto le hacía sentirse más débil e indefenso ante mí. Dijo:

—Los dos sabemos que no tenemos tanto en común como creíamos, pero eso no es lo más importante. Deberías apreciar lo que tienes, infinidad de mujeres desearían estar ocupando tu lugar. Yo tengo un negocio que estoy logrando, con muchísimo esfuerzo, hacer florecer, y no tengo la intención de descuidarlo. Ahora mismo es lo más importante en mi vida, ¿lo entiendes? Tienes que mentalizarte. Voy a llegar muy lejos con esto, tendrás todo lo que desées si tienes un poco de paciencia… Deberías distraerte con algo, buscarte alguna afición. Siempre estás encerrada en casa, ese es tu verdadero problema.

Yo lo escuchaba como hacía un rato, cuando se contaba a sí mismo todos sus planes para el futuro. No podía creer que estuviera dirigiendose a mí.

—Jaime… —conseguí decir con un nudo en la garganta— te estoy tratando de decir… creo que lo mejor es que nos separemos.
—¡¿Qué?! —se encendió— ¡Estas loca! ¡Ni lo sueñes! Sólo me faltaría a mi eso, justamente ahora. En visperas de conseguir un cargo en la capital. ¡Si, a Madrid! ¡Como lo oyes! Iba a darte una sorpresa y mira por donde me sales.
—No me importa lo que pienses, ni tampoco tus éxitos y tus ascensos. Te estoy diciendo que no quiero seguir viviendo contigo. No lo soporto más.
—¡No lo puedo creer! No puedo consentirlo… Te quedarás aquí, no vengas si no quieres. Me iré a Madrid solo, pero escucha: de separación ¡ni hablar! No puedo permitirme ahora un escandalo de ese tipo. ¡Ni soñarlo!

Salió dando un portazo. No volví a verlo ese fin de semana. Así que las cosas quedaron en el aire. No había podido dejar nada aclarado totalmente. Aunque, al menos, había tenido el valor, ¡por fin!, de decirle lo que pensaba.

Esa noche no dormí, me encontraba tan deprimida como antes de haber hablado con él. Escribí hasta que las primeras luces de la madrugada fueron iluminando con dulces matices la habitación. Era curioso, cuando más hundida me encontraba, mi imaginación buscaba el alivio desbordando fantasias. Te escribí:

“Querida Raquel:

La vida, ésta inseparable amiga, me sigue sorprendiendo constantemente, día a día. No se me ocurren ya más formas de agradecer todo cuanto me está siendo regalado. Dar sencillamente las gracias me llena de insatisfacción. ¿Qué hacer cuando la diosa fortuna te elige como “victima” de su bondad y de su generosidad? ¿Dejarle hacer simplemente?

Se me ocurre hacerte cómplice de mi felicidad contándote cuáles son mis alegrías, todo cuanto me sucede, sabiendo que de esta forma te sentirás dichosa tu también.
Hace unos días, después de una cena muy romántica, en casa, Jaime me sorprendió con la siguiente noticia: con motivo de una prospección de terrenos, debía viajar a Tokio y pasar allí unos días, nada fuera de lo normal en su trabajo. La sorpresa consistió en que me pedía que le acompañara, pues iba a disponer de bastante tiempo libre y así, aprovecharía para enseñarme la ciudad, los lugares más bellos, sus costumbres. Ni que decir tiene que acepté de inmediato y encantada.

Al llegar a Japón, nuestra primera escala fue Sendai, y de allí, en tren, nos llegamos al anochecer a Matsushima. Según dice la tradición, Japón cuenta con tres paisajes perfectos, y éste era uno de ellos. Jamás vi tanta belleza (que vacías resultan las palabras a veces).
Al día siguiente nos dirigimos a Tokio en el "tren bala", uno de los ferrocarriles más famosos del mundo, aunque aquí no lo conocen por ese nombre sino por Shinkansen, que significa “nueva linea principal”. Es el medio ideal para recorrer este pais largo y estrecho.
El viaje fue muy interesante y muy rápido, por supuesto. Al llegar a la estación de Shinjuku quedé impresionada por la cantidad de gente que allí se movía. ¿Sábes que es la estación de ferrocarril más concurrida del mundo? Es allí donde existe ese gracioso empleo de Oshiya o “empujador”, que ayuda a entrar con “delicadeza” a los pasajeros que se amontonan en las puertas. Dicen que en invierno contratan refuerzos de Oshiyas, ya que la gente, al llevar más ropa, necesitan más “ayuda”, ¿te imaginas?

Tokio, ¿qué decir de Tokio? Impresiona sobre todo la grandeza de la capital. Es algo difícil de describir, pero muy fácil de observar desde la cima del edificio Sumitomo Sankaku, aquí en Shinjuku. Sobre todo de noche. Allí nos contaron que, al final del día, los barcos que faenan el calamar en la peninsula de Izu, cerca de aquí, de Tokio, encienden brillantes faroles para atraer a los calamares, y cuando los astronautas están en órbita alrededor de la tierra, vén todo Japón perfilado con luz. Individualmente, los pesqueros del calamar parecen una incandescencia de agradable brillo. Juntos constituyen la luz más brillante de la tierra. Es algo que se cuenta, y es algo que sería maravilloso poder comprobar, ¿no te parece?

Puesto que Jaime trabaja sólo por las mañanas, visitando lugares donde se hallan los terrenos a estudiar, por las tardes nos dedicamos a recorrer aquellos sitios más característicos de este fascinante y exótico pais. Pero hoy, día 7 de junio en que te escribo esta carta, siendo nuestro último día de estancia aquí, Jaime quiso que visitáramos Aikawa, una pequeña ciudad. Más bien se trataba de un Furusato, la villa ancestral que casi todos los japoneses añoran y mantienen viva en sus corazones. Al llegar, nos recibió un anciano criador de gusanos, Keiji Yamaguchi, amigo de mi marido de anteriores viajes. Un hombre encantador que vive en las afueras de la villa con su dulce mujer Sada Tsuchiya, antigua comadrona del lugar. Almorzamos con ellos y con su nieta Madoka, belleza local de seis años. En todo momento se deshicieron en atenciones hacia nosotros. Keiji nos contaba que la palabra japonesa que designa el amor es Ai, así que la traducción de Aikawa-Cho es “Ciudad del rio del amor”, (¿no te parece encantador?) De hecho, Aikawa, que cuenta con unos seis mil habitantes, parece más bien un pueblo, y está escondido entre las montañas de Tanzawa. Nos contó que los Jomon, antepasados de los japoneses, situaron por estos lares sus campamentos. En 1569 tuvo lugar cerca de aquí una gran batalla entre dos temibles clanes, los Takeda y los Hojo.

Keiji hizo un alto en su fascinante relato y entonces apareció su preciosa nieta Madoka con una bandeja en la que traía un jarroncito con Sake y cuatro vasitos de marfil tallado para servirlo. Así lo hizo, después levantamos los pequeños vasos y brindamos. Sada se levantó, recogió la bandeja y se retiró para prepararnos la comida. Hice intención de levantarme pero Keiji me indicó que no era necesario, que nieta y abuela estarían encantadas de cocinar para nosotros. Así que siguió contándonos cosas del pueblo. Nos dijo que allí, la gente cultivaba moreras y rabanos, destilaba Sake —el mismo que acababamos de probar— y cortaba madera. Allí, nos dijo, la gente se casaba y entonces se iban, a la capital casi siempre, pero muchos de ellos volvían a sus casas para morir, por ello tenían a la villa como un auténtico Furusato.

Por la noche, antes de regresar a Tokio para volver a casa, quiso que conocieramos a la personalidad más importante de la villa, Myoshin Nakamura. Con sus ochenta y dos años, era la primera pintora de Aikawa. Contaba que llegó a esta ciudad procedente de Tokio, cuando su casa fué demolida para los juegos olímpicos de 1964. Le gustó el tipo de vida y ya nunca se marchó. Myoshin escribe poesía, compone canciones y enseña caligrafía a los niños del lugar. Una mujer adorable.

Desgraciadamente parecía que las horas aquí corrieran más veloces. Se hizo el momento de partir, y tras despedirnos de todos efusivamente, con el deseo de regresar pronto y visitarlos de nuevo, nos volvimos a Tokio”.


Yanira -4-

4


Tendré que reconocer, sin concesiones, que soy una mujer absolutamente débil y de indolente apatía. Aún ahora, que con el paso del tiempo acabé liberándome de todo lo que, durante tantos años, me tuvo esclavizada. De aquellos momentos de lucidez, brillantes, que fueron quizás producto de la desesperación, del miedo a no poder volver a ser feliz nunca, quedó tan sólo el triste recuerdo, acibarado sabor del fracaso, amargo como la hiel. Del intento vano caído en saco roto. Del esfuerzo por nada. De nada.

Había pasado algún tiempo y ninguno de los dos volvió a mencionar aquella conversación. Era como si el encuentro no hubiera tenido lugar. Al menos para él. Jaime llegaba los fines de semana a casa y se comportaba lo más amablemente que le era posible. Tenía momentos en los que me recordaba (aunque de una manera remota y lastimosa) al hombre del que un día me enamoré. Se diría que hacía un esfuerzo por que todo fuera bien. Pero no comprendía que no se trataba de eso. No consistía en hacer que la vida entre nosotros resultase simplemente agradable o llevadera. No asimilaba que, lo único que podía mantener viva una relación de pareja, era aquello que se veía incapaz de ofrecer, de dar; AMOR. ¿Tan difícil era de conseguir? ¿No tenía el derecho a recibir amor de nadie? Yo sabía que era posible, tenía constancia de que mucha gente lo conseguía, que se amaban unos a otros, aunque fuera al amparo del secreto o del anonimato, en silencio. ¿Porque entonces yo no? Me sentía marginada. ¿De qué? ¿De quién? De todo, de todos. En mis sueños, en mis aspiraciones, las cosas habían sido imaginadas de otra forma.

Tú, querida Raquel, lo sabes bien. Compartíamos las mismas inquietudes, ambas deseábamos encontrar algún lejano día un hombre con el que ser felices. Estábamos dispuestas incluso, a darlo todo por ellos si hubiera sido necesario (me descubrí como una mujer muy romántica) . No pensabamos haber reparado en sacrificios, en esfuerzos. ¿Por qué entonces no somos, no he sido digna de recibir un poco de amor? Buscaba al menos una respuesta. Una respuesta que nadie sería capaz de darme. Ni yo misma.

Algunos días me sorprendía mirándome al espejo afligida, desolada. No reconocía la imagen reflejada de aquella mujer de aspecto triste, huraño, prematuramente envejecido. La belleza que en otro tiempo tú tan amablemente habías descrito, se estaba marchitando a pasos agigantados. Mi belleza…

Guardo en lo más profundo de mi afligido corazón, con todo el cariño que aún me queda, la descripción que de mí hiciste en uno de tus relatos —que titulaste simplemente Sofía— en el que tuve el honor de servirte de protagonista. Decías de ella, de mi:

“Cascadas de bermejos cabellos resbalan caprichosamente sobre el cuello ágil y delgado, sobre perfectos hombros. Almibaradas olas rompen, purpúreas, sobre los ojos (dos cielos), brillantes como dos puntos de luz, faros incólumes capaces de guiar en la más tenebrosa oscuridad. La sonrisa, fácil y sincera, multiplica esa luz por infinito, forzando ineludiblemente la sonrisa ajena. El cuerpo esbelto, bello, armonioso y sensual, trasmite seguridad, serenidad; con ese porte elegante, ecuánime y femenino.

Mujer entera, pasional y sincera. Sensible por dentro y, aunque no siempre lo sepa, afable, cordial y acogedora por fuera.

Se le sorprende con la mirada ausente, soñadora, perdida en algún fantástico punto, hallándose inmersa en alguno de sus mil proyectos, urdidos con la esperanza de ser llevados a cabo, de ser vividos.

Su mayor felicidad; la vida misma, el contacto con la gente, los amigos, la familia. La amistad, valor máximo en su particular escala. Hacer el bien, una necesidad, un fin, una meta. Y, aunque tímida por precaución, entregada en cuerpo y alma a las personas que se confían a ella.

Atracción, ternura, ella es simpatía.
Afecto, bondad, amor, es Sofía”.

Me emocioné cuando me lo diste a leer. Recuerdo que te dije:
—Nadie podría creer que estas hermosas palabras hablan de mí.
—Pues lo hacen, esa mujer eres tú.
—Yo no lo creo. Dicho así, expresado de esa manera suena a maravillosa. Y yo no me siento nada maravillosa.
—Te puedo asegurar —me dijiste cambiando el tono de tu voz— que lo que he escrito es lo que pienso de tí, lo que me haces sentir.
—Vas a hacer que me ponga a llorar, Raquel.
—Si lloras tú, lloramos las dos.

Recuerdo que nos dimos un gran abrazo, muy, muy largo, y también que lloramos, ¿te acuerdas? Fue muy hermoso. Los sensibilidad aflorando por cada poro de nuestra piel. Nos ocurría muchas veces. Me refiero a esos momentos tan íntimos, tan privados y tan nuestros. De las dos. Ahora, sin tí, ¿que me queda?


Se acercaba la Navidad. Me gustaba bajar a Burgos y andar por sus calles, sus paseos recientes. El Parral, la Quinta y la Isla. Los merenderos en el cesped. Las calles antiguas y modernas. Todo era un bullir de gente alborotada. La animada plaza Mayor. El impresionante aspecto del famoso Espolón, repleto a más no poder y adornado, con motivo de las fiestas, de las típicas luces navideñas. El paseo grande de Burgos, con el ramaje compañero. Todo era predisposición a la fiesta, a la alegría, a la celebración en familia, en las casas.

Paz, amor, Navidad. Que felizmente había vivido antaño estas fechas en mi casa, con mi familia; mis tios, con sus discusiones sobre si los años pasados habían sido mejor o peor que los presentes; la abuelita Karen, apaciguadora y siempre con el deseo de que al año siguiente pudiera vernos a todos de nuevo juntos (dudando invariablemente que fuera a ser posible, un año tras otro); mis primos, chillones a más no poder y amedrantadores por naturaleza. Mis padres, mis queridísimos padrecitos, ¿cómo iba a imaginar yo lo que llegaría a echarlos de menos? ¿Porqué la divina providencia no nos advertirá lo que puede llegar a ocurrirnos de no aprovechar todo aquello que tan obsequiosamente se nos ofrece? (Es por esta razón que siempre nos quedamos con la sensación de no haber hecho todo por ellos, de no haberles dado todo el amor de que eramos capaces) …y ahora, me veía desposeida de todo cuanto había tenido por el amor vacío de un hombre sin corazón. Con tales pensamientos regresaba del paseo navideño por la ciudad, deprimida, abatida, sin ilusión alguna. Y de ese triste modo acababa la fiesta para mí. De nada servía el gigantesco abeto que Jaime hacía traer de los grandes almacenes, de nada sus brillantes luces, sus coloridas guirnaldas, su estrella de David, de nada. De nada serviría su regalo —caro regalo— hecho llegar hasta mí por un solícito mensajero, que en tan señalada ocasión y en ausencia del marido, intentaría felicitarme las fiestas de la manera más afectuosa y familiar posible. De nada.

Así recibí, tan friamente, el telegrama de Jaime en el que se “lamentaba muchísimo” no poder venir en las próximas semanas, pese a haber hecho todos los esfuerzos posibles. Una vez más iba a pasar la Navidad sola, ¿cuantas ya? Inesperadamente no fué así.

Me disponía a escribiros a todos —como lo había hecho en los últimos ocho años— deplorando la imposibilidad de visitaros, a tí, a mis padres, debido a los ineludibles compromisos que nos veiamos obligados a atender aquí. Falseando de esta miserable manera la triste realidad de mi existencia. Pero ocurrió ese día de diciembre, frío, muy frío, que el destino no quiso permitir que yo dejara de cumplir el plan que había sido trazado para mí. De tal manera que, habiéndome quedado sin darme cuenta, sin papel de cartas, hube de volver a salir hacia Burgos con la intención de comprarlo. Aunque no era demasiado tarde, había oscurecido ya el día, asi que decidí coger el coche para mayor seguridad. Normalmente, si el tiempo era bueno y las prisas me dejaban, bajaba paseando y no tardaba mucho en llegar, pero de noche era más peligroso y poco recomendable.

El tráfico en las afueras empezaba a ser más denso en cuanto anochecía, pero era más evidente aún en estas fechas, ya que llegaba gente de los pueblecitos limítrofes para hacer las compras navideñas.

En la entrada misma a Burgos era donde más se apreciaba, y así fué ese día siete del último més del año que no olvidaré jamas. Por la calle de la subida a Saldaña, camino de la iglesia de San Esteban, me vi sorprendida, al igual que mis helados reflejos, golpeando la parte trasera del vehiculo que me precedía. El cual, tratando de evitar atropellar un grupo de gente que se había adueñado de la calzada, se había visto obligado a frenar bruscamente sin darme tiempo ni lugar para la reacción.

—¡Vaya! —pensé— ¡Es lo único que me faltaba!—. Pero ya te digo, Raquel, que el destino es sabio y me tenía preparada una sorpresa mayor aún.

La impresión me dejo paralizada, aturdida, pero no a causa del golpe, sino del asombro que me produjo el ver quién era el propietario del coche que había golpeado… ¿Te acuerdas de nuestro profesor de Letras? Ese encantador barbudo que tanto aliento nos daba. Ese hombre que tantos ánimos nos infundía, que tantas esperanzas decía tener depositadas en nosotras, ¿te acuerdas?… Pues si, era él. Rodrigo Laso. Nuestro profe, nuestro amigo. Allí estaba, viniendo hacia mí, caminando entre la nieve, embutido en un enorme chaquetón de Tweed con el mismo “angel”, la misma cara de niño —pese a la barba—, del que no ha roto nunca un plato. Con las sienes ligeramente plateadas y la barba algo canosa, pero el gesto dulce, pacífico, arrebatador. ¡Era él!.

Sentí que me moría. Parecían incendiárseme por dentro las entrañas, querría haberme muerto allí mismo. Con la excusa misma del accidente, morir, desaparecer. ¡Que terrible desazón!, estuvimos las dos enamoradas de él, perdidamente, incluso llegaste a conseguiste un par de citas engañándolo con tu interés por las letras (aunque más tarde se convertiría en un interés real), no lo niegues. Te envidié por ello. Pero ahora estaba allí, a punto de abordarme. Aquí estaba.

—Parece que hoy no es mi día… —venía diciendo.
Bajó la cabeza hasta la ventanilla, a la altura de mis ojos que huían de los suyos, mientras continuaba diciendo:
—… Es el segundo golpe que recibo desde que llegué ayer… ¡Vaya… pero si tú eres…!
No le costó nada reconocerme. Yo deseaba que no se hubiera acordado de mí, que me hubiera tratado con indiferencia. Había perdido el hábito del contacto con la gente amiga, pero no fue así. La sorpresa, no obstante, había sido mutua. Él me miraba asombrado, con los ojos a punto de saltarle de las órbitas, no dando crédito a lo que veía. Igual que yo.

Los dos nos miramos por fin en silencio, durante un instante que me pareció eterno. Una sonrisa, aquella dulce sonrisa se dibujó en su rostro y una hilera de perfectos dientes blancos parecieron resplandecer. Conocedor de mil confidencias hechas años atrás, de íntimos afectos revelados como aval de confianza. A esa persona que, con el semblante iluminado, me miraba de hito en hito.

—¿Sofía?… ¡No puedo creerlo! —me dijo incapaz de reprimir su alegría.
—Hola Rodrigo —me atreví a contestar.
—¿Has venido desde tan lejos sólo para golpear mi coche por detrás? —rió.
—¿De tan lejos? —pregunté sin comprender.
—Mujer… ¡Estamos en Burgos!
—No, no —reí yo también—, yo vivo aquí; hace ocho años que vivo aquí.
—Vaya vaya. Con razón te había perdido la pista.

Me parecía estar flotando, como si fuera la protagonista de un sueño. Estaba segura de que en un momento a otro despertaría en mi cama, en mi alcoba, de este singular letargo. Pero ese hombre me hablaba, se empeñaba en demostrar que aquello estaba ocurriendo realmente. Me había perdido la pista, decía.

—Bueno, ¿que te parece si te invito a algo calentito mientras hablamos de los viejos tiempos? ¿Te parece? —preguntó ansioso.
—No se si… ¿Y el coche? Tendríamos que…
—¡Oh, deja, deja!. No ha sido nada. Ni siquiera me has abollado el parachoques... y por lo que veo tú tampoco has destrozado el tuyo. Dejo mi coche aquí y ¡no se hable más! me llevas a algún sitio que conozcas —sentenció con desparpajo—. Yo sólo llevo aquí un día y medio y todavía no tengo ningún lugar escogido.

Apartó su coche y se metió en el mío. No me dejó ni pensarlo un momento. De repente allí me encontraba yó, en mi propio coche, con mi ex-profesor de letras, con un hombre que me había tenido cautivada —aunque de una forma bastante infantil, inocente—. Pero tal era el recuerdo que de él guardaba. Todo parecía repetirse. ¿Se había detenido el tiempo? Me sentía alborozada, me palpitaba de tal manera el corazón, que estaba segura de que él lo estaría oyendo. Como entonces. Tan cerca de él. Solo faltabas tú. Pero nó.

—¿Y tu amiga? —preguntó sorprendiéndome— ¿Os seguís viendo?
—¿Raquel?...
—Si, Raquel… —me interrumpió contento de volver a oir aquel nombre.
—No, bueno... no exactamente, hace mucho que no nos vemos... pero estámos en contacto. Le escribo muy a menudo.
—Bien, eso está muy bien.

Me pareció que estába contento. Contendo de haberme encontrado, de esa forma tan casual, tan divertida. A él todo le parecía divertido; sabía encontrar las partes graciosas de cualquier situación. Era algo que siempre había envidiado de él. Sonreía francamente, con los dientes más blancos, (lechosos como esta nieve de Burgos) que nunca había visto.
—Bueno, ¿Vamos o nos quedamos aquí helandonos de frío? —volvío a sorprenderme. Me había quedado “embobada” mirando aquella cara desnuda, limpia, auténtica. El calor me subió hasta las mejillas. Me sonrojé.
—Es que... casi no puedo creer que estés aquí... tan... de esta forma tan inesperada. Después de tantos años...
—Lo mismo me pasa a mí, guapa. Pero preferiría seguir con esta, mi agradable sorpresa, en un lugar más calentito, ¡Brrr… odio el frio!. —dijo frotando enérgicamente sus brazos para entrar en calor.
—Si, si, perdona. Me estoy acostumbrando tanto a estas temperaturas que no me doy cuenta del frío que hace o deja de hacer —mentí.

Arranqué por fin el coche y bajamos la pendiente hasta entrar en en la ciudad. Comenzó a nevar justo cuando aparcaba cerca de un bar que siempre me había dado buenas vibraciones, (aunque la única vez que había entrado fuera con Jaime).

El Arlazón, como las sosegadas aguas del rio que le prestaba el nombre, invitaba a la tranquilidad, la relajación, una agradable compañía y buena conversación. Al entrar, precedida por Rodrigo, me ví transportada como por unos efluvios mágicos —durante un breve instante— al Rivera de nuestras tertulias literarias. El famoso bar de “las abuelas” que no se por qué oscura razón, bautizamos con ese gracioso —y quizás equívoco — nombre. Parecía ambientado por el mismo decorador. Madera de nogal en las paredes, piedra desnuda y antiguos muebles. Cuatro escaleras de acceso a la zona de mesas, reservada por una artesanal balaustrada, Un recargado —pero precioso—mosaico de cerámica decorando la pared del fondo.Y la acertada iluminación que a veces constituye el ochenta por ciento del éxito de la velada. En fin, ya ves que aún me acuerdo de otros tiempos ¿No es cierto?.
A Rodrigo le encantó:

—Vaya, ¡es precioso! es... ideal —le oí decir—

Yó, que ya iba recuperandome de la fuerte impresión que me había producido el verlo aparecer de esa forma tan... inesperada, estudiaba detenidamente sus movimientos mientras caminaba tras él. Me dió la sensación de que había crecido, parecía más alto. Quizas su tristeza, que se había adueñado de mí, me habría hecho encoger algo, como había encogido mi corazón. Seguía llevando el pelo largo, demasiado para mi gusto. Aunque, desde luego, en nada lo afeaba. Era demasiado guapo para que un estilo de peinado arruinara tanta belleza. Me sorprendí pensando que, quizás,estaba mejor ahora que cuando lo teníamos de profesor. Claro que entonces lo miraba con otros ojos, muy infantiles, aunque más criticos, (aún pensaba que mi principe azul tendría que amoldarse totalmente a mis gustos). Caminaba graciosamente, con ágiles movimientos, como dando saltitos. Un andar muy juvenil —pensé—. Apariencia que subrayaba vistiendo unos vaqueros raidos y zapatillas deportivas. Un estilo totalmente distinto al que yó me había acostumbrado a llevar. Y sin embargo, en él, me gustaba. No podía imaginarmelo vestido de otra manera. No vestido de traje para una cena formal. No de smoking para una gala oficial. Sólo así, deportivo, informal. Un estilo hecho para él.
Pareció adivinar mis pensamientos, se giró y dijo:

—Parece que desentono un poco con el lugar, ¿no te crees?.
—En absoluto —le dije—, vas como tienes que ir.
—¿Eso piensas? —preguntó divertido.
—Puedes estar seguro.
—Gracias, pues.
Encontramos una mesa en la pared adornada con la cerámica, nos quitamos las chaquetas y nos sentámos.
—¿Que vamos a tomar, Sofía?
—Algo calentito. ¿No era eso lo que te apetecía?
—Pues sí.

Pedimos un descafeinado con leche para él, y un té con limón para mí, (especialidad que me hacía el efecto haber puesto de moda yó, pues cuando llegamos nadie osaba añadir el limón al té). El bar estaba de bote en bote. El murmullo del gentío apagaba nuestras voces, lo que daba un aire más íntimo a la conversación, que nadie podría escuchar o entender. Rodrigó llevaba siempre la iniciativa. Yo hubiera sido incapaz.

—Sofía... ¿cómo era tu apellido? Creo recordar que era bastante curioso...
—Posse —contesté.
—Si, Sofía Posse. Es apellido italiano, o…
—Argentino, por parte de mi abuelo.
—Ya me acuerdo. Bueno y... ¿cómo te trata la vida? —preguntó de repente, dejándome desnuda, sin recursos para adornar la verdad, como había estado haciendo en los últimos años. Sin tiempo para preparar la respuesta adecuada... ¿Que le iba a decir? ¿Que cómo me trataba la vida?...
—Supongo que tratará peor a otros... —me salió.
—No es una respuesta muy optimista —pareció sorprenderse.
—No, no lo és. Pero es sincera.
—Aquí llegan las viandas —dijo viendo al camarero sortear la marea de mesas y de gente.

Cuando hubo dejado las tazas prosiguió con un tono alegre, intentando hacer olvidar la tristeza con que había contestado a su última pregunta.
—¿Que fué de tu carrera? Te recuerdo muy ilusionada en mis clases.
—Sucedió que me casé, sólo eso. A mi marido lo trasladaban con un ascenso, así que no hubo elección. Nos vinimos aquí y mis estudios quedaron aparcados.
—Vaya, eso si que es una verdadera lástima —se lamentó.
—Eso... y otras muchas cosas.
—No te veo muy animada, Sofía.
—Lo siento. No sé que me pasa. Apareces después de tantos años y sólo se me ocurre que ponerme melancólica. Te pido disculpas. Lo siento, de veras.
—¡Eh, eh, eh,!, Ni hablar de lamentos, y nada de disculpas. Si este encuentro casual, va a ponerte triste, dejo la diligencia y me vuelvo caminando al fuerte ¿eh?. —rió

Era ciertamente encantador. No lo recordaba así, en las clases era más serio, ¡naturalmente!. ¿En qué estaría pensando yó? No obstante sentía una alegría por aquel encuentro, como no recordaba haber sentido hacía años por nada. Aquella personalidad tan fresca, tan sincera,tan llena de vitalidad y alegría, me hacía atractiva incoscientemente. Te daban ganas de confesarte automáticamente, entregarte incondicionalmente a él. A ese ser comprensivo que iba a escucharte sin interrumpir y darte su comprensión y su amistad.

—De acuerdo —le dije— te prometo no utilizar más ese tono de voz tan triste. Y si te cuento algún hecho desgraciado, lo haré con voz alegre y con una sonrisa de anuncio.
—Así me gusta —pareció divertirle mi reacción—. Haremos una cosa. Intercambiaremos información. Yo te cuento cosas de mi aburrida existencia y a cambio tú lo haces de tu apasionante vida —propuso.
—Para empezar —le contesté— ya te has equivocado. La pasión no forma parte de mi vida, y dudo mucho que tu existencia tenga algo de aburrida.
—Vaya. Seguramente tenemos opiniones equivocadas sobre ambos. Creo que te vas a llevar alguna que otra desilusión sobre mí.
—En ese caso la desilusión será tambien compartida —le dije provocando una vez más su fácil risa.
—Esto parece ser interesante. Tendremos que pedir provisiones y pasar en este bar, sentados en ésta misma mesa, un par de años contándonoslo todo. ¿Que te parece?
—Ideal —contesté— tengo todo el tiempo del mundo.
—Adelante pués, empezaremos pidiendo otra ronda. ¡Camarero!...

Bueno, aquello Raquel, parecía un sueño, Rodrigo, nuestro Rodigo Laso, profesor de Literatura en nuestra epoca universitaria, y yó, sentados en un bonito bar de Burgos, hablando de los viejos tiempos, como el que se toma un café con un amigo de toda la vida. Era algo que no podía creer. Después de años de haber perdido el contacto con la gente, con los amigos. La hermosa práctica de hablar de lo trivial, de lo importante, lo íntimo, de mis sentimientos, de mis penas, mis sufrimientos, mi falta de alegría, del interés por la vida, allí estaba hablando sin el menor pudor con un —casi— desconocido. Pues apenas conocía el nombre y nada más de aquél hombre, ahora maduro, que miraba dulcemente a mis ojos, intentando penetrarlos, llegar al interior de mi verdad. Sentí desde el primer instante —el me dió pie— la necesidad de abrir mi alma (al igual que contabas en tu descripción de Sofía) hacerle partícipe de toda la eterna angustia que devoraba mi corazón y mis entrañas.

Él, por su parte, pedía a gritos esa complicidad, ese intercambio de confesiones. Quería mostrarme la sinceridad de su interés. Quería saber de mí, escucharme, mi voz a cambio de la suya, mis secretos por los suyos. De mostrarme su verdad. Sentía aflorar en él unos sentimientos que yo muy bien conocía pero que ya casi tenía olvidados. ¿Sería una de esas almas gemelas de las que tú hablabas? ¿De las que creías que estábamos dotadas las dos? Algo había, sin duda, que nos hacía interesarnos a ambos, una atracción inevitable, no física, espiritual, que nos hacía sentir a gusto. Una especie de flechazo anímico, psíquico, vital.

—¿Y tú, Rodrigo? —ataqué— ¿Qué haces ahora? ¿Qué te ha traído a Burgos? ¿Sigues en la enseñanza?
—¡Vaya… cuantas preguntas! Creo que necesitaría un abogado ante tal avalancha. Si acaso iré contestando mientras Perry Mason viene hacia acá. En primer lugar te diré que dejé la universidad hace un par de años.
—¿Cómo fue eso? —interrumpí algo sorprendida.
—Bueno… estaba bastante cansado. Eran ya muchos años haciendo lo mismo. Me apetecía meterme en otros lios, hacer otras cosas, ¿sabes?. La enseñanza quema mucho, no aprendes nada nuevo, te quedas estancado, culturalmente… y profesionalmente. Necesitaba moverme… cambiar de actividad. Algo que me atrajese de verdad. Al final, tras meditarlo profundamente, pedí una excedencia. Quiero tener unos años para mí. De prueba.
—¿De prueba? ¿A que te refieres, que quieres probar?
—Bien, esto contesta a otra de las preguntas. Estoy intentando… estoy escribiendo un libro. Una novela.
Me miró esperando ver mi reacción.
—¡Pero eso es estupendo! —le dije.
—Ahí está, que no lo sé, no sé si en realidad es estupendo o no —dijo—, por eso quiero comprobarlo al menos. Si no recojo ningún fruto… volvería —bastante decepcionado, desde luego— a dar clases, ese castigo diario de las aulas, de las caras nuevas de cada año. En fin… prefiero pensar que saldrá bien.
—¡Pues claro que sí! —le animé.
—¡Vaya!, es verdad que te has vuelto optimista de repente —dijo riendo—. Te ha servido de algo mi regañina de antes.
Reí yo también. Le pregunté:
—¿Y como lo llevas?… me refiero al libro.
—No estoy muy seguro. Es tan dificil. Me exige mucho sacrificio, claro que, es de esos sacrificios que los haces de buena gana. No existe ningún compromiso con editor alguno, así que tengo la tranquilidad suficiente para ir elaborando paso a paso todo el material que voy recopilando, de aquí y de allá. Sin prisas, que es como se hacen las cosas bien. Por otra parte, es un trabajo gratificante. Es lo que quería hacer desde hace años y encima me está dando la oportunidad de viajar. Incluso de reencontrarme con viejas amistades.
Se quedó mirandome fijamente un instante y sonrió. Dijo:

—Es él quien me ha traído a Burgos, el que ha propiciado nuestro sorprendente encuentro. Curioso, ¿nó? Había ubicado a la protagonista de mi libro aquí en Burgos —lo que contesta a la última pregunta— y de repente te encuentro a tí, Sofía.

Si, no dejaba de ser curioso. Tantas coincidencias, tantas casualidades. Tú, Raquel, utilizándome de conejillo de indias en tus relatos; yo emigrando a otro lugar, lejano de mi hogar, aquí, a Burgos. Rodrigo buscando a su protagonista en esta ciudad fría y diminuta, huyendo de su ambiente natural, y encontrandome a mí. No, no creas que tuve la tentación, ni por un instante, de sentirme la privilegiada —manipulada— protagonista de tantas vidas tan diferentes —y tan análogas— a la vez. Pero no dejaba de ser todo el asunto una especie de broma cómica de ese travieso llamado destino.

—Bien, —me sacó de mis pensamientos Rodrigo— creo que he contestado a tu primera tanda de preguntas. Ahora me toca el turno a mí, ¿correcto?
—Así es —respondí. No sentía el menor temor a su curiosidad —¿Qué quieres saber de mí?
—Todo lo que tú quieras contarme, desde luego.

Todo. Querer saber TODO de mí era una empresa que se me antojaba si no imposible, ciertamente difícil. Era una tarea que me debía a mi misma —quizás antes que a nadie— después de años y años de vivir inmersa en la oscuridad más desesperante, vergonzosa y humillante. La verdad era una gran losa que cerraba los caminos tortuosos por los que discurría mi vida. Una vida llena de fantasías, de sueños, de pesadillas, totalmente irreal (por más que una quiera, a veces, creer que los sueños pueden llegar a realizarse) y absolutamente falsa. Diez años de mentiras —pues ese era el verdadero, despiadado nombre que me había negado a mi misma utilizar— crueles, piadosas e insufribles mentiras, eran demasiada carga para lavar en tan sólo unas respuestas, en unos minutos, mi conciencia. Sin embargo, esa mirada clara, transparente y humilde, del hombre que me miraba, demandaba toda esa verdad escondida en los plieges más reconditos de mi corazón. Me sentía incapaz de fingir con él, quizá porque nunca había tenido que demostrar ante nadie —ni siquiera ante Jaime— unos sentimientos, no por contradictorios menos auténticos, (ante Jaime no había nada que demostrar, y nadie más había a quien hacerlo). En los papeles resultaba más sencillo moldear la fantasía, sustituirla por la realidad, juguetear con ella hasta dejar que las palabras que nunca había pronunciado contáran las más variadas aventuras jamás vividas.

Este no era el caso, Rodrigo me miraba más allá de la envoltura física que era mi cuerpo. Percibía cómo podía verme por dentro, así que me dije a gritos ¡Basta! ¿Para que seguir fingiendo, escondiendo tanto dolor, tanta vergüenza, tanta mentira? Me sentía desnuda, sin ningun rincón donde ocultar nada, absolutamente nada de mí misma.

Así, con la conciencia más tranquila y más predispuesta que nunca, comencé a hablar.


Yanira -5-

5


No es la intención de estos papeles relatar textual, literalmente, todos los diálogos —monólogos en la mayoría de los casos— que se sucedieron desde aquel 7 de diciembre, entre Rodrigo y yo. No se trata de transcribir palabra por palabra toda mi confesión, que en eso consistió. Más bien quiero constatar Raquel, el cambió que se produjo en mí gracias a la terapia de la conversación abierta y sincera con ése hombre afable, bondadoso. Aquel hombre sensible, atento, paciente, escuchando día tras día, todo cuanto de secreto y oscuro había en mí. He de decirte que él fué la primera persona con la que me sentí capaz, con la que tuve la fuerza y el valor suficientes para hablar de mí, de mis cosas, en los diez años que llevaba aislada del mundo, de la gente, de mi gente. Pero tú eres la segunda persona (¿Quién si no?) que sabe, a la que confieso, por medio de éstas palabras escritas, mi vergonzosa existencia.

Él me abrió los ojos a mí y yo te los abro a tí. Ahora puedo hacerlo. Han transcurrido cinco años desde mi primer encuentro con Rodrigo, y han sucedido infinidad de cosas, pequeños detalles, matices, y también grandes experiencias, que ahora puedo contarte sin temor a sufrir ningún trauma, pues ya digerí en su momento el enorme esfuerzo que supuso para mí, hablar sinceramente de todo cuanto me sucedía en realidad.
Pero quiero relatarte, al menos lo más importante, de forma cronológica, tal y como fué vivido, paso a paso.

Como es lógico, aquella primera velada no duró eternamente —aunque me hiciera ese efecto precisamente—, pero quedamos en vernos el viernes siguiente, ya que él se iba a quedar una temporada en Burgos (no sabía cuanto tiempo en realidad). Y te puedo asegurar Raquel, que se me hizo eterno el tiempo, que parecía haberse detenido, hasta el día de la nueva cita. Parecía que, por fin, tenía una ilusión por algo (ilusión que a partir de entonces iba a verse aumentada y corregida repetidas veces), una auténtica motivación para ver pasar los días de otra manera más optimista. Sólo era una reunión de dos antiguos compañeros, profesor y alumna, recordando los viejos tiempos, hablando del presente, haciendo planes para el futuro. ¿No era suficiente? Desde luego que sí, para mí al menos.

El día llegó. En el mismo bar, la misma mesa, “si éste nos gusta, ¿para que hemos de buscar otro sitio?” había dicho Rodrigo. Yo estuve totalmente de acuerdo, así que convertimos “El Arlazón” en nuestro refugio, nuestra guarida permanente para todas las ocasiones en que quedábamos para charlar de los años pasados, de los que estaban por venir, de todo. Nos hicimos amigos de Joseba, el camarero vasco, atípicamente vasco, enjuto, zanquilargo, esmirriado y de finos modales, (y para más “inri” rubio) pero de lo más simpático. Ese fue, fíjate, el primer “amigo” que hacía desde que vivía en Burgos, en diez años, y todo gracias a la compañía de Rodrigo. Joseba nos sirvió esa segunda vez —al igual que la primera— y lo haría en todas las demás ocasiones en que visitamos aquel rincón nuestro.

En El Arlazón supe de Rodrigo que, dos años atrás, había roto con la mujer con la que había estado compartiendo su vida durante cinco años. No llegaron a casarse, —muy típico de su forma de ser (no casarse con nadie, en ningún concepto y bajo ningún pretexto)— y con el paso del tiempo acabaron distanciándose hasta llegar, de común acuerdo, civilizadamente, a dejarlo, (ojalá hubiera podido yo hacer lo mismo en su debido momento —pensé—). También supe de su desdicha, de su tristeza y desaliento por ese mismo motivo. Eramos muchos los que sufríamos en silencio, en las frías sombras del anonimato. Y era reconfortante saberse comprendida, mutuamente.

Él hablaba conmigo con tanta sinceridad, con tanto sentimiento y afectuosidad como yo lo hacía con él, desde el primer momento. Existía una comunión entre ambos que convertía nuestra relación, lentamente, en algo más que amistosa y entrañable. Pero no te engañes, Raquel, nunca pensé y sé que tampoco pasó por su cabeza, el aprovechar esa circunstancia para caer en la fácil tentación del amor por lástima, por compasión. No era nada de eso, sino algo puramente espiritual. Además, Rodrigo me dijo, sin ánimo de convertirlo en advertencia o amenaza, que no entraba en sus planes comprometerse con nadie (¿alguna vez lo había querido?) hasta no tener bien claro qué quería hacer con su vida. Iba a someterse a una dura prueba antes de poder estar dispuesto a compartir su tiempo, su corazón, su amor, con alguien. En ello estaba y quería llevarlo a cabo. Y con éxito.

Yo le mostré mi apoyo y le confesé que en mi ánimo tampoco estaba, ni mucho menos, salir de la sarten para caer de nuevo en el fuego.

A pesar de sentirme con más fuerzas cada vez (alentada por Rodrigo) para afrontar con determinación, y plantear definitivamente a Jaime mi decisión de dejarlo, ni por un instante contemplé la posibilidad de que en mi vida, —una vez alcanzada la libertad, la paz y tranquilidad para ver la vida desde un punto de vista totalmente independiente— volviera a haber absolutamente nadie, de quien tuviera que depender.

Te aseguro que le hizo michísima gracia lo seria que me puse para explicarle mis ideas y mis planes para cuando lograra separarme de mi marido. Automáticamente se mostró dispuesto a ayudarme en lo que yo quisiera, en lo que necesitara. Incluso me proporcionaba la colaboración —desinteresada, según él— de un amigo suyo, abogado especializado en separaciones y divorcios. Los dos nos reímos mucho esa tarde.

Después de esa segunda reunión empezamos a vernos regularmente, prácticamente todas las tardes. Él se dedicaba a escribir por las mañanas, aprovechando esa luz mágica que decía tener el cielo de Burgos desde la madrugada hasta casi el mediodía. Después salía a pasear por la ciudad, se paraba a hablar con la gente, con los viejos en las terrazas de los bares, para —como decía él— succionarles toda la información vital, el arraigo, la tradición, esa cultura popular con la que enriquecer la vida de sus personajes, la suya propia. Más tarde, se echaba una pequeña siesta y al levantarse, me llamaba y quedábamos. Unas veces íbamos de librerías de viejo y acabábamos en El Arlazón, otras simplemente paseábamos por El Espolón, hasta que la noche nos sorprendía apoyados en la baranda, mirando las calmadas, sosegadas aguas del rio. Incluso llegamos a visitar, en más de una ocasión, la hermosa catedral, esa gótica majestad imperecedera.

Todo parecía distinto yendo a su lado, cualquier pequeño detalle cobraba un especial interés. Estaba abriendo los ojos a la vida —se le ocurrió decirme una vez— y creo que sabía muy bien lo que decía. Pero había más, yo percibía que mis sentidos estaban despertando, aletargados durante tantísimo tiempo, avidos de todo lo que significara liberación, independencia, emancipación. Y más, afecto, cariño, amistad, ternura, pasión, AMOR. En cualquiera de las infinitas formas en que quisiera presentarse. Es decir, todo lo que me había sido prohibido, negado en los años de matrimonio.

Llegó el día en que, por fín, le hablé de las cartas que te escribía, las cartas que tú recibías, las cartas que contaban todo lo que a mí no me sucedía, las cartas que te contaban mis sueños. Era la primera vez que alguien ajeno a mis sufrimientos, a mi pesadilla, (de las que nadie, hasta entonces, había tenido conocimiento) iba a saber, de mis fantasias oníricas, evocadoras y evasivas. Naturalmente se interesó inmediatamente por los escritos. Me pidió permiso para leer alguna, la que yo le dejara, la que a mí me pareciera. Mostró tanto interés que no pude negarme, además quería darle una muestra más de mi confianza en él, así que le mostré alguna carta. Alguno de mis fantásticos viajes —imaginarios— con los que intentaba suplir mi monotona y tediosa vida. Le pedí a cambio que no las leyera en mi presencia, pues sentía verdadero aturdimiento y congoja al pensar en ellas.

Esa noche me costó horrores dormirme. Comencé a dar vueltas nerviosamente en la cama, pensando si habría sido una buena idea dejar que alguien leyera las palabras que en un momento de tristeza, de desolación, de angustia, habían sido escritas con la inconsciente intención de sustituir a la realidad. Pero estas dudas desaparecían al instante cuando asomaba la imagen de Rodrigo en mi mente. Un corazón tan puro como el suyo sólo era capaz de desear y de ofrecer lo mejor para mí. Y con ese tranquilizador pensamiento conseguí, bien avanzada la noche, conciliar el sueño.

La sorpresa fue mayúscula cuando a la tarde siguiente, al abrigo de nuestro refugio, con la correspondiente merienda en la mesa (servida por nuestro amigo Joseba), Rodrigo me confesó estar impresionado por mi gran imaginación y mi extraordinaria capacidad para crear situaciones, ambientes y sensaciones en unos relatos que, según dijo, mostraban una frescura y una fuerza poco común.

—Realismo. —recuerdo que me dijo. —Esa es tu gran arma… Haces que parezca real algo que no existe. Lo haces creible, con tanta convicción que es difícil creer que sólo sea producto de tu imaginación.
—Te estás burlando de mí. —contesté incrédula. —No te debí dejar que las leyeras.
—¡Que dices!, —se exaltó— mirame, Sofía. Mirame a los ojos y dime si te mienten —siempre me pedía eso cuando me quería hacer ver que hablaba en serio. Y en realidad podías leerle en los ojos. Aquella mirada era transparente, veías la verdad en ellos, eso era cierto.
—Puedes creerlo o no, —me dijo— pero lo que te he dicho es lo que pienso.
—Perdóname Rodrigo. Me has sorprendido, es tan… difícil de creer. Para mí, todo lo que está ocurriendo últimamente es como un sueño, tan irreal. Vivo pensando que en cualquier momento voy a despertarme y que todo va a terminar.
—Bueno, si quieres te arreo un pellizco de ordago y después me dices si te ha parecido un sueño —rió.
—Prefiero que no —le dije—, no sea que vaya a despertarme…

Sonriendo, hizo ademán de pellizcarme, y al apartarme volqué la taza del café con leche, lo que provocó su risa, escandalosa e incontrolada. Me gustaba verlo reir de esa manera, (aunque se convertía en un espectáculo público) te daba por creer que era un ser absolutamente feliz, preservado de todo lo malo. No era así, por desgracia. Ninguno de los dos lo eramos.

Una advertencia sí me hizo cuando las bromas cesaron. Me aconsejó que por el bien mio y por el de nuestra amistad, querida Raquel, debía de ponerte al corriente cuanto antes del "engaño" en el que te había involucrado, y de los motivos que me habían llevado a hacerlo. Le aseguré, desde luego, que desde bastante tiempo atrás no pensaba en otra cosa.

Mi semblante debía de haberse ensombrecido visiblemente, porque Rodrigo cogió mi mano, transmitiéndome su fuerza, y mirándome a los ojos me hizo un guiño y susurró: "Eres una mujer valiente".

Esa tarde fue clave para lo que después sucedería, pues dejándome llevar por el entusiasmo de Rodrigo, le prometí que le dejaría leer alguna carta más, e incluso alguno de los cuentos que, ni siquiera a tí —y te pido que me perdones por ello— te había dado a leer. Yo siempre había pensado que no tenían el menor valor, más aun cuando me surgían tan espontáneamente, sin el menor esfuerzo, (atributo este que, para los profanos, parece devaluar a las artes nacídas de este modo). No obstante, Rodrigo pensaba de otra manera. Según su opinión, la mía era una cualidad innata, una especie de perla en bruto que simplemente había que pulir, adiestrar para saber encauzar debidamente todas las condiciones que en mí se daban espontáneamente. (Mis pies parecían no tocar el suelo oyéndolo hablar de esa manera sobre mis relatos, sobre mí).

Esa noche rebusqué nerviosamente entre los cajones de mi escritorio y encontré, ya de madrugada, con los brazos castigados por los pinchazos típicos del cansancio, una especie de cuento o fábula que había titulado “El gatito micifú”. Decía así:

“El rastrillo bulle de gente curiosa, amante de lo viejo, lo antigüo y lo raro, de cualquier cosa. Los sentidos alerta ante el sublime detalle que casi pasa desapercibido —para el ojo bisoño— escondido entre cantidad de objetos inútiles, inservibles, desechados por alguien alguna vez.
Es domingo, es invierno. El Sol cálido y amable, inunda con sus chorros de oro los rios de personas de toda índole; viejos, adolescentes, padres y madres con sus pequeños revoltosos, de jovenes parejas enamoradas que avanzan —se dejan llevar— con una lentitud casi desesperante. Las estrechas callejuelas medievales encauzan la marea humana que desemboca, generosa, en la plaza rectangular, donde el mercadillo, con sus mil y un puestos, ofrece a quien esté interesado, más cosas de las que una, a veces, es capaz de imaginar; un cuento quizás:

Soy una más en el mar de gente. El mismo mar caliente, manso, de tantas otras veces. Con su perfume acre, fétido en ocasiones, húmedo siempre, revuelto con mil sazones, heterogeneos sabores de tantos bares, hornos, ultramarinos y pastelerías dominicales. De flores.
Soy una más, digo, pero al parecer la única que oye la voz. Rumor paciente, susurro solícito y mendigo. Triste clamar, gemebundo y lloroso, que demanda atención. Trístemente, estoicamente. Sólo atención.

Miro a mi alrededor. Oteo y observo sin ver, ¿quien puede ser? Dulce voz de membrillo: ¿Quién eres? ¿quién sois? La respuesta pronta llega: ¡Soy yo! ¡Soy yo! Más sigo buscando y no hallo. Sigo escuchando y no encuentro quién de la voz es su amo. ¡Aquí! ¡Aquí! —se oye gritar más bien cerca— ¿Pero es que nadie se dá cuenta? Me veo empujada, tropiezo. Caigo rodando hasta el suelo y ¡Oh, Dios! ¿Cómo es esto? Lo veo allí que me mira, me guiña un ojo y me invita: ¿Quieres venir hasta mí? No es posible lo que estoy viendo, y menos aún que lo esté oyendo, que me diga con su voz, con su propio ronroneo: “Es verdad que me estás viendo, que me oyes, lo prometo”.

Es un gato el que me mira, que me dice, que me escucha, ¿es posible tal milagro? Me acerco gateando, sin darme cuenta lo hago, hasta el precioso gatito, siamés, gris casi blanquito. Que me habla con la mente, que necesita cariño, que suplica por favor, que me lo lleve conmigo.
Sus ojos son de cristal, azul y verde transparente. Sus orejas y nariz, van del negro hasta el gris, y un matíz blanco perlado adorna sus patas, su rabo. Se me acerca y me roza, suave, tierno, delicado, y yo le ofrezco una cosa, tan sólo el amor en mi mano. El la husmea y me la lame, está en paz y nada teme. Siente que al fin tiene a alguien que lo cuide, que lo ame.

Le susurro con dulzura: “Soy Sofía, ¿tú quien eres?” El maulla mansamente: “¿Es que acaso no lo ves? Un gatito solamente” Yo lo cojo y lo arrullo al abrigo de mi pecho. Luego medito y le digo: “Buscaré un nombre para tí, y al igual que yo lo tengo, también tu tendrás el tuyo”.
El gatito ronronea en señal de aprobación, después aguarda pensando: “¿Como será? ¿Como me llamaré yo?”
Cabalgando veloz a lomos de antigüos recuerdos de niña, me llega la inspiración. De pequeña, mis peluches, mi gatito Micifú, mi amiguito más querido, así has de llamarte tú.

El rastrillo tiene estas cosas. Un hechizo o algo así, que te engancha sin quererlo, sin darte cuenta, sin más. Te llevas cualquier cosa, quizá sin necesidad. El rastro a mí me enamora, los domingos del invierno, más ahora, en Navidad. Repleto de gente soñadora, en busca de algún objeto que no van a precisar.

Cierto día encontré un cuento, una fábula animal. No, no era Samaniego, era anónima, sin más. Un gatito triste y solo que buscaba a su mamá, se perdió entre el gentío y no la encontró jamás. Pero tuvo la fortuna —doblemente además— de encontrar a una alma buena que con él podía hablar. Desde entonces viven juntos. Son felices y dichosos (como espero que seas tú) la bondadosa señora y el gatito Micifú.”

Creo que le gustó de verdad. Cuando terminó de leerlo, me miró con el semblante feliz, con una sonrisa deslumbrada, con las comisuras de la boca llegándole —casi— a las orejas. Luego bajó la vista a los folios y volvió a leer. Palabra por palabra, letra por letra, deleitándose con cada frase. Si, creo que le gustó de verdad.

—Te lo juro, Sofía, ¡es precioso! —dijo.
—No jures, Rodrigo.
—Esque sé que no vas a creerme… ¡Es muy bueno! —volvió a decir entusiasmado.
—Bueno, te creo el que te guste… pero no hay que exagerar.
—Sofía… en serio, no es que me guste, que sí me gusta, ¡me encanta! Ya no es eso, esque es CONDENADAMENTE BUENO…

Pude notar que era sincero, de nuevo se le podía leer en los ojos. Hablaba en serio. Era… era increíble que alguien como él, profesor de literatura, que tanto habría leido en su vida, que tantas veces habría tenido que desengañar a chicos y chicas que, como yo, mantenían la ilusión de poder llegar a escribir, a gustar, a triunfar escribiendo, me estuviera diciendo a mí, a Sofía Posse, una auténtica “don nadie", que aquello que yo había escrito, a escondidas, con el miedo de que alguien, alguna vez, pudiera llegar a leerlo, que aquello digo, fuera “condenadamente bueno”. Simplemente no podía creerlo.

Y fue también en esa tarde, mágica tarde, que oí pronunciar aquellas palabras que sonaron a sueño, celestial sueño, utópico e irreal sueño. Rodrigo me hablaba, yo lo oía, lo había escuchado, pero me daba la impresión de que todo aquello, aquellas palabras, no iban conmigo, que simplemente las estaba escuchando como el que oye a los vecinos —anónimos— de mesa en un concurrido restaurante, hablar de tal o cual cosa. Sentía incrédula cómo me decía que aquello que acababa de leer podía… debía ser publicado. Que él tenía un par de compañeros de los tiempos de la universidad que se habían convertido en editores, modestos editores pero que en un principio “podrían servirnos” —dijo.

Yo seguía sin dar crédito a todo lo que estaba sucediendo, pero de la noche a la mañana, lo que tenía que ocurrir, lo que el destino me tenía, de nuevo, celosamente preparado, ocurrió.



Yanira -6-

6


Esta es, querida Raquel, la parte feliz de la historia, de esta historia de mi vida que tú desconocías. De estos años tan largos, tan tristes —como has podido leer— que me había tocado vivir. Yo deseaba hacerte saber, en estos días en que puedo volver a respirar la dulce brisa del deseo de vivir, con renovada ilusión, cada uno de los días que puedan quedarme en este mundo, que tan injustamente me estaba tratando, quería revelarte digo, toda la amargura y aflicción, todo el desconsuelo y la congoja en que me veía sumida día a día, año tras año. Todos aquellos sentimientos que me obligaba a mi misma a ocultarte por un injustificado —eso pienso ahora— temor a defraudarte. Eras y eres mi mejor amiga, la única, y me aterraba la sola idea de perderte. De quedarme sin la última persona con la que podía comunicarme, aunque fuera de esta forma tan fantástica. No podía permitirlo.

Mi forma de pensar ha cambiado en la misma medida que lo ha hecho mi modo de vida, proporcionalmente, por lo que no he encontrado otro medio para justificarme —no se bien si se trata de eso— contigo. Al menos para empezar. De una forma más sincera.

Te decía que esta era la parte agradable de la historia, por lo que no quiero —creo que no es indispensable— extenderse más que lo justo.

Si has tenido a bien leer hasta este punto, creo que tendrás materia suficiente para llegar a comprender, algo al menos, mi extraño comportamiento. Lo que sucedió después te llenará, sin duda, de gozo y de alegría, ya que habiéndome hecho feliz a mí, sé que te lo hará tambien a tí.
A grandes rasgos y sin entrar mucho en detalles, sucedió así:

Rodrigo, convencido y convenciéndome de que mis cuentos tenían calidad sobrada para ser publicados, localizó a esos dos conocidos suyos que se movían en el mundillo editorial. No le costó mucho tiempo conseguirlo. Uno de ellos, Jose Luís Estellés, poseía una pequeña empresa editora en Castellón, pero se dedicaba casi exclusivamente al sector agroalimentario; no servía pues para nuestros propositos. El segundo, Vicente Ramos, tenía su negocio en la capital del Pisuerga, en Valladolid y al parecer, su editorial prosperaba a un ritmo creciente. Publicaba una revista literaria llamada “Las Bellas Letras” y varias colecciones de libros, entre ellos una edición de bolsillo de cuentos infantiles, ¡justo lo que buscábamos!

Rodrigo, casi más ilusionado que yo misma, dejó aparcado por unos días el trabajo de su libro y se encargó de conseguir habitaciones en un hotel y de concertar una entrevista con su amigo Vicente. A mi me costó algo más organizar el viaje. Me supuso un enfrentamiento con Jaime, que salía —¡como nó!— de viaje de negocios, y no estaba dispuesto a permitir que me fuera, (a casa de mis padres, por enfermedad —ficticia— de mi madre) dejando de ese modo la casa vacía. Fué la segunda vez en diez años que tenía la osadía de discutir con él, y me dí cuenta de que Jaime era más vulnerable e inerme de lo que yo había creído. Salí crecida de ese choque y ello me dió más animos todavía (de los que ya me había dado el mismo Rodrigo) para seguir, sin miedo, con la determinación de separarme de él, en cuanto yo misma creyera oportuno. El caso es que dejó de importarme cualquier cosa que me dijera, su opinión, lo que él pensara de mi viaje e hice las maletas, cargadas más de quimeras que de confianza.

El viaje fué muy agradable, tanto como lo era la compañía de ese hombre que estaba abriendo —había ya abierto— una vía de esperanza y de ilusión en esta vida mía que tan maltrecha se hallaba hasta que él apareció. No dejamos de hablar en todo el trayecto, de tantas cosas… de todo. Rodrigo también parecía feliz a mi lado, nos compenetrábamos completamente. Había comunicación y espontaneidad en esa relación, que los dos queríamos mantener así de pura.
Era mi primera salida de viaje, de Burgos, en diez años, y no la olvidaré nunca.

Llegamos a Valladolid el viernes por la noche. Teníamos habitaciones reservadas para ese fin de semana en el hotel Felipe IV, un sitio precioso, acogedor y lleno de encanto. Durante la cena estuvimos haciendo planes para el día siguiente. Rodrigo ya había estado anteriormente es esta ciudad, dando algunas conferencias en la universidad, y según me prometió, iba a llevarme a sitios que no olvidaría jamás. Como así fué.

Pasé la noche más inquieta que recuerdo en años. Mi cabeza no paraba de darle vueltas a todo cuanto me estaba sucediendo. De esta forma tan vertiginosa que ni siquiera te daba tiempo a reaccionar, a ir asimilando las sorpresas, una detrás de otra, sin freno… Mi mente, mi alma, ni tan siquiera mi cuerpo estaban preparados para tal avalancha de emociones. Creo que no dormí más de un par de horas.

El sábado, como había sido pronosticado, superó todos los records de emoción y asombro habidos y por haber en mi poco excitante vida. Rodrigo me llevó, después de desayunar en el hotel, a recorrer un poco de la historia de esta ciudad, escenario de la boda de los Reyes Católicos, y en la que se consolidó, contando con Burgos —mi segunda casa—, Segovia y Toledo, los cimientos de la Reconquista, que había de consumarse en Granada. Ciudad, por otra parte, que tan bien enaltece en sus coplas Jorge Manrique.

Nos paseamos por la plaza Mayor, amplia y luminosa, y que pese a las nuevas edificaciones, aún conserva el signo arquitectónico de su grandeza pasada. Con sus porches y sus casas de tres pisos, con sus buhardillas y sus balcones, desde los que en la sucesión del tiempo se han presenciado los espectáculos importantes que ha desarrollado la Historia. Justas y torneos, toros y cañas, procesiones religiosas y autos de fé.

Rodrigo, convertido en brillante cicerone e instructor, me contaba que esta plaza Mayor, era un verdadero freno de paseantes, con sus trampas a lo largo de los soportales, y un punto de partida para recorrer la ciudad antigua, en sus cuatro puntos cardinales. Y para comprobar la veracidad de sus palabras, seguí sus pasos decididos.
Visitamos la plaza de San Pablo, maravillosa, uno de los lugares más representativos del pasado. En él, la iglesia, el palacio donde nació Felipe II; la Capitanía General, palacio que construyó el conde de Benavente, que compró al duque de Lerma, y que éste vendió a los Reyes, convirtiéndose de ese modo en palacio Real. Seguimos por la Iglesia de Santa María la Antigua, que aun después de su restauración, en nuestro tiempo, mantiene toda su belleza primitiva. Bajamos a continuación por una antigua calle hasta que nos sorprendió —a mi al menos— la preciosa fachada del templo de San Benito el Real.

Me contó Rodrigo, conocedor de la tradición religiosa de mi familia —que no la mía— la impresionante devoción y arte que se vive en la famosa Semana Santa de aquí, que ni tan siquiera en los días más graves de la segunda república, Valladolid sunpendió sus procesiones. Ha sido una tradición jamás interrumpida en la ciudad desde el siglo diecisiete, cuando ya el portugués Pineiro da Veiga, en su famosa “Fastiginia”, nos hacía relación de estas fiestas. Me impresionó gratamente la imagen maravillosa de Nuestra Señora de las Angustias, de Juan de Juani y “La quinta Angustia”, obra de Gregorio Fernandez.
También pasamos por la calle donde se encuentra la reconstruida casa donde murió Cristobal Colon, en cuya fachada se haya una lápida conmemorativa. ¡Cuantas maravilas de nuestro pasado!

Y por fin, como colofón al paseo sabatino, llegamos a la casa donde vivió el maestro Cervantes, escribiendo en su recinto algunas novelas ejemplares, como “El coloquio de los perros” y “El licenciado Vidriera”. Hoy su casa está convertida en un centro de cultura literaria, en el que se albergan la Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción, una nutrida biblioteca y una sala en donde, al día siguiente, como era costumbre los domingos, íbamos a poder asistir a algunos recitales poéticos. Quedé prendada e impregnada de la atmosfera cultural que allí se respiraba.

Pusimos fin al paseo junto a la fachada barroca de la universidad, que tan evocadora resultaba a Rodrigo. Allí habíamos quedado citados con Vicente Ramos. Mientras esperabamos la llegada del que sería nuestro anfitrión en la ciudad, recuerdo que le comenté a Rodrigo: “No estoy muy convencida de que esta aventura literaria en la que me has embarcado, vaya a llevarnos a buen puerto. Pero te aseguro que ha sido la experiencia más gratificante que he vivido en muchísimos años… así que, ocurra lo que ocurra, habrá valido la pena venir hasta aquí contigo. No lo olvidaré jamás”.

Rodrigo me miró con sus dulces ojos y se sintió feliz de mi misma felicidad. Compartíamos una ilusión que llenaba nuestro tiempo y nuestros corazones. Justo en un momento en que ambos nos hallábamos ciertamente desorientados y ávidos de emociones con las que llenar las calderas de nuestras estancadas naves, varadas en el fango de la decepción desde hacía años. “Todo saldrá como tengo planeado. —me animó”.

El encuentro entre los dos amigos estuvo lleno de emotividad. Envueltos ambos por los recuerdos de tiempos algo lejanos, se dejaron llevar por la agitación del momento, hasta el punto, casi, de olvidarse de mí. Al cabo, cayeron en la cuenta y tras disculparse, Rodrigo, me presentó al editor. Vicente Ramos resultó ser un personaje entrañable, que logró conquistarme sólo con mirarme y tenderme su mano amistosa, cálida y cordial. Me hizo la impresión de que conocía a ese hombre de toda la vida. Me habló, desde el primer momento, como si de una hija suya me tratase. Papel que acepté gustosa motivada más aún por el aspecto paternal que ofrecía Vicente. Pelo emblanquecido, gesto dulce y apaciguador. Su afable tono de voz, bondadoso, indulgente, hacía que me sintiera, ya digo, como si lo conociera desde siempre. Tal fue la sensación que me llevé de él, y que luego, a lo largo de todos estos años, se ha confirmado sobradamente.

Como gran parte de los negocios más importantes y fructíferos, el proyecto fue presentado y debatido durante un frugal almuerzo en una confortable cafetería —”La Continental”— que luego serviría de inspiración para uno de mis relatos.

La verdad —que volvió a ser, por aquel entonces, compañera de mi fortuna— es que no hubo nada que discutir sobre los planes que había trazado Rodrigo. Allí mismo, tras leer alguno de mis cuentos, Vicente confirmó lo que Rodrigo me había señalado. Se mostró dispuesto y muy animado a publicar cuantos relatos creyera conveniente, y yendo todavía más lejos, me preguntó si sería capaz de escribir cuentos cortos con la frecuencia necesaria para ser publicados, de forma mensual, en la revista literaria que él mismo dirigía y editaba.

Ya puedes figirarte Raquel, el vuelco que me daría el corazón cuando escuché aquellas palabras. Era demasiado en tan poco tiempo, y me costó mucho esfuerzo asimilarlo. En realidad, aún hoy me quedo entre sorprendida y emocionada —me siento muy extraña— cuando veo mi retrato en las contraportadas de los libros. Mi nombre en los escaparates, presentando mis trabajos. En fin, todo aquello que ni tan siquiera se me había ocurrido soñar. A pesar de esa afición mía por la lectura y la escritura.

Hoy no puedo más que dar las gracias a la vida por estos momentos que de forma tan intensa estoy viviendo. Tan llenos de sorpresas y alegrías. No me importa yá haber desperdiciado diez años de mi vida (incluso estoy empezando a ver el lado positivo de ello), si eran la prueba a que me sometía el destino para llegar a esta condición privilegiada.

Sólo me resta contarte el final de esta historia, que nos lleva hasta el día de hoy, en que te cuento mi verdadera aventura, mi fatigoso viaje por los tortuosos y angustiosos —a veces— caminos que la providencia nos marca.

En las siguientes semanas, desde nuestro primer encuentro, se fueros decidiendo qué relatos resultaban interesantes de publicar en forma de libro y cuáles se ajustaban al formato y contenido de la revista. Acordamos también, como condición impuesta exclusivamente por mí, que firmaría las obras bajo un seudónimo, y que tras mucho meditar decidí que fuera Yanira Miller, (Yanira por el personaje de uno de mis más entrañables cuentos, y Miller por Henry .ya conoces de sobra mi admiración por “el maestro”). A los dos hombres les pareció bien y así quedó establecido. Antes de poder conocer la fama con mi propio nombre. quería dejar aclarados y zanjados todos los desagradables asuntos que tuvieran relación con mi vida matrimonial. Quería ser una mujer absoluta y definitivamente LIBRE.

A los cuatro meses, en el més de Marzo, salió a la calle el primer libro de cuentos de Yanira Miller, con el titulo de “Siete cuentos de princesas”. Fué presentado por Rodrigo, según mi deseo, en el circulo de Bellas Artes de Valladolid. Asistieron varias personalidades dentro del ámbito literario, así como algunos escritores, todos ellos invitados al acto por Vicente, que había puesto toda su fé y esperanzas en mí, y que quería que mi lanzamiento tuviera el nivel y la importancia adecuados. Yo tuve el honor de asistir a “mi fiesta” de total incógnito, bajo las atentas y cómplices miradas de mis dos amigos. Fué un día mágico, de los que quedan grabados a fuego en el recuerdo, en el corazón.

El libro tuvo muy buena acogida, y bajo esos auspicios, pronto se publicó el segundo, con el titulo de “La torre de papel”. El sueño, maravilloso, inesperado e increíble sueño, cumplía su primer año con dos libros de cuentos en el mercado, y un premio “Mester de Clerecía” concedido conjuntamente por la crítica y la asociación nacional de editores.

Inmersa en la vorágine del éxito desde las sombras, decidí por fin salir de ellas, a nivel personal y privado. Mantuve el combate decisivo con Jaime, que al conocer toda la verdad, no tuvo más remedio que aceptar mi independencia como mujer, y mi decisión de separarme de él. Después de todo, de tanto tiempo de miedos e incertidumbres, se hacía la luz en nuestras vidas, cosa que incluso a él, pareció al fin aliviar. Sin duda alguna, Jaime lo había conseguido todo en esos once años, salvo el éxito en su matrimonio, por lo que pareció vislumbrar todavía la esperanza de encontrar la felicidad completa al lado de otra mujer, quizás. Aún no era demasiado tarde.

Los trámites tuvieron bastante celeridad, o eso, al menos, me pareció a mí que, sumida de lleno en el trabajo literario, sentía cómo el tiempo me llevaba en volandas. La casa de Burgos quedó a mi disposición, y debo decir que Jaime, inesperadamente, recobró esa amabilidad, ese trato agradable y afectuoso del que me había enamorado en su día. Quizás él también, inconscientemente, se hallaba esclavo de sus sentimientos para conmigo.

En estos cuatro años desde que nos separamos, me llamó varias veces, bastantes, comimos juntos, incluso compartimos alguna tarde de domingo paseando por el Espolón, hablando de lo que pudo ser y no fué. Nunca he sido una persona rencorosa, tú lo sabes bién. El no encuentra disculpas suficientes para su comportamiento conmigo. Todo lo que no obtuve de él estando casados, lo estoy teniendo ahora. Incluso su inusitado interés por mi carrera como escritora, que él desconocía totalmente.

Mi tercer libro fué “El regalo de Rachel”, escrito con total dedicación, y con la ilusión de haber recobrado, al fin, la estabilidad emocional y espiritual. En él apareció un cuento que escribí pensando en tí y que dió nombre al libro. No confio en que llegáras a leerlo; decía cosas como éstas:

“Se acercaba la Navidad, y con ella la alegría, la felicidad. Y como cada año, Rachel andaba algo alborotada, recorriendo la casa arriba y abajo, disfrutando mientras pensaba en los muchos regalos que iba a pedir a Santa Claus.

Rachel era una niña muy, muy afortunada. Era hija única y adorada por sus padres, y qué decir de sus abuelos, que la colmaban siempre de atenciones y de obsequios. En su casa nunca había faltado de nada, tenía todo lo que cualquier niño hubiera podido desear, y si algo echaba en falta, se lo pedía a Santa que, sin falta, se lo traía. Así de sencilla era su vida, plena de amor y cariño, llena de satisfacción. Y así le gustaba contárselo a sus amigas del colegio (menos afortunadas que ella). Por supuesto era la envidia de todas las niñas, bueno, de todas no. Sophie siempre se alegraba muchísimo de todo cuanto le regalaban a Rachel, y parecía ser que no había el menor asomo de envidia en su alborozo. Rachel estaba intrigada de veras.

Ese año, por aquellas fechas, decidió invitarla a su casa, y allí le enseñó sus enormes habitaciones repletas de maravillosos juegos y fantásticas muñecas. La gran sala de esparcimiento, la inmensa biblioteca, el luminoso jardin interor, auténtico vergel, con la piscina de aguas perfumadas. En fin, todas las dependencias de la casa. Pero a Sophie sólo pareció causarle felicidad todo cuanto veía. Rachel se sintió más turbada todavía, y cuando Sophie la invitó para ir al día siguiente a su casa, aceptó encantada, intrigada y llena de curiosidad ¡Como de enorme y maravillosa sería su casa para que ésta no le causara la menor impresión, la más leve envidia! —pensó. ¡Cuantos juguetes tendrá para que, simplemente, sienta alegría por mí ante todos los que yo tengo!—se admiró.

Al día siguiente, al salir del colegio, Rachel acompañó a su amiguita con la intención de ver su casa. Al llegar frente al hospicio de la ciudad Sophie se detuvo. Rachel le preguntó: “¿Porqué nos paramos aquí? ¿Es que esperamos a alguien?” “No, —le contestó Sophie— yo vivo aquí”.

Rachel no podía creerlo, ¡en el hospicio! ¡en una casa de caridad! Aquello no era posible.
Sophie la invitó a entrar y le fue presentando a las monjas que cuidaban de todos los niños que allí habían, y que se dirigía a ellos llamándoles hermanos. Raquel, a medida que iba viendo el modo en que vivían todos aquellos pequeños, sin otra familia que las monjitas que cuidaban de ellos, y más hogar que aquella enorme y fria casa, se iba dando cuenta de la enorme fortuna que ella poseía y que jamás se había tomado la molestia de apreciar. Con una pequeña parte de los juguetes que ella tenía en su sala de juegos, habría hecho felices a todos los niños y niñas de aquel lugar. Aquel pensamiento la hizo sentirse bastante mal.

Cuando acabó la visita, las dos amigas se despidieron con un abrazo afectuoso y sincero.

Rachel, muy afectada por lo que acababa de presenciar, corrió a su casa y nada más llegar rompió en mil pedazos la carta que le tenía preparada a Santa Claus y comenzó o escribir otra nueva. En ella solicitaba muchos más juguetes todavía de los que tenía pensados pedir. Pero le explicaba que este año tenía que dejarlos en otro lugar, justo en el hospicio donde vivía su amiga Sophie, y donde todos sus hermanitos necesitaban mucho más que ella todos aquellos regalos y juguetes. También le contaba que ella no pedía nada para sí misma, y que si le iba a traer algo, que lo incluyera en la lista para el hospicio. Por último le rogaba a Santa un postrer y definitivo favor; el cariño y el amor de familias que pudieran ofrecer un hogar para aquellos niños desamparados.

Esa Navidad, Santa Claus dejó muchos más regalos y juguetes en aquella casa que nunca, y junto a ellos una nota que decía:

Querida Rachel, éres tú misma quien debe llevar todos estos regalos a los hermanitos de tu amiga Sophie, ya que tuya ha sido la hermosa idea de pedirlos para ellos, has de ser tu la que llene sus corazones de alegría, de paz y de amor.

“Santa Claus”.

Gustó mucho a mis lectores, tanto fué así que el libro recibió el premio "Náyade" de plata al mejor libro infantil de cuentos de ese año, y estoy totalmente convencida de que la mayor parte del merito fué de ese cuento.

Para reyes se editó “El libro encantado y otros cuentos”, que también tuvo muy buena acogida. Tanto de crítica como por parte de mis seguidores, y se vendió magníficamente, (acaba de imprimirse la séptima edición de esta obra).

En los siguientes tres años, hasta el día de hoy, sólo publicamos un titulo por año. Estos fueron: “El lago de miel”, La hiedra mágica” y “Los diez mejores cuentos de Yanira Miller”, que acabamos de presentar por primera vez descubriendo mi verdadera identidad, (espero que esto no vaya a alterar en nada los gustos de mis incondicionales y dejen de leerme).