12/5/08

Yanira -2-

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No tengo que recurrir a la carta que te mandé desde St. Malo para recordar lo sola que me sentí en aquella playa vacía, inmensamente triste, por la que salía a dar paseos al atardecer. A veces sola, pocas veces con Jaime. Acompañada siempre, eso si, por mis amigas las gaviotas, alegres, chillonas. Creo que, de habernos quedado en Cheburgo, como teníamos planeado, todo habría salido mejor. Al menos hubiera podido distraerme paseando por el centro histórico y ver cosas interesantes, como hace todo el mundo. Y es que Jaime quería la tranquilidad de aquella playa para estar conmigo, sí, pero también para pasarse el tiempo haciendo planes para el regreso, a su querido trabajo. No se cansaba nunca de pensar en ello. Yo sí.

Fue a los tres días de estar allí que tuve la necesidad de escribirte, pero no encontré el valor para contarte lo que estaba sintiendo en esos momentos, esa creciente angustia. Sin pretenderlo, las palabras que surgían de mi mano, estaban siendo redactadas por mi propio deseo de que todo fuera de otro modo. Así, te contaba la grandiosidad del balneario donde habíamos ido a pasar la luna de miel. Un recinto monacal, impresionante, blanco como la luz del Sol. Un lugar —te decía— de ensueño. Te hablaba de la suntuosidad de las cenas, los bailes con orquestas maravillosas. De lo feliz —en resumidas cuentas— que estaba siendo en aquellos días. Te escribí:

“Querida Raquel:

No sabes lo que me gustaría poder tenerte aquí conmigo. Te escribo desde una maravillosa terraza en el balneario de St. Malo, sentada en una mesa al lado de este inmenso atlántico. Sólo separada de él por una balaustrada de mármol blanco, bajo un cielo transparente y con el Sol mirándome curioso, mientras suena en el “salón de cristal”, detrás de mí, la Symphonie Fantastique de Berlioz. ¡No podía ser otra!. Aquí la música suena constantemente, vayas por donde vayas. Anoche mismo asistimos, después de una cena de gala, a un concierto en el auditorium privado, de la filarmónica de París. Fue conmovedor. Jaime y yo, totalmente fascinados, enamorados, escuchando la Ouverture Fantaisie de Romeo et Juliette, de Tchaikowski. Te aseguro que es lo mejor que me ha pasado en la vida.

En el poco tiempo que llevamos aquí no hemos parado de ir de un lado para otro, paseando, disfrutando de este maravilloso lugar. Ayer, mientras degustábamos unos vinos, el mesonero nos contaba que durante la segunda guerra, la ciudad fue destruida por las bombas alemanas casi en su totalidad. Nadie lo sospecharía, porque reconstruyeron tan fielmente el lugar que se diría que aquí jamás hubo guerra alguna. Nos contó también como el legendario Surcouf se convirtió a los veinticinco años, de corsario en armador, después de amasar una inmensa fortuna a base de piratear por estos mares, y acabó instalandose en St. Malo, que era por aquellos entonces escondrijo predilecto para todo tipo de rufianes y bribones. Aún se conserva de aquella época la muralla que rodea la ciudad antigua y que, tras soportar los rigores de las guerras, sirve ahora como lugar para el esparcimiento y el paseo. Jaime y yo la hemos recorrido un par de veces. Paseas por encima de ella y puedes bajar a la playa por escaleras laterales talladas en la piedra. La playa es inmensa, de arena fina y muy blanca, pero lo más curioso es que cuando baja la marea —sin apenas darte cuenta—, quedan varadas cientos de barcas de pescadores, y dejan al descubierto otra masa de arena tan grande que pierdes de vista el agua.

Para hoy tenemos previsto un pequeño crucero por las islas Anglo-Normandas de Jersey y Guernesey, que están muy cerca de aquí. No te puedes ni imaginar la cantidad de pequeñas islas que hay diseminadas en el golfo de St. Malo. Esta sembrado el océano de diminutos islotes, algunos de los cuáles están fortificados. En uno de ellos dicen que descansa el alma del inmortal CHÂTEAUBRIAND. Promete ser muy interesante. Será mi primera aventura por mar. Todo esta resultando muy excitante, de veras. ¿Puedes creer que ya me hago entender en francés? No es tan difícil como creía. Sólo es proponérselo.

Por la noche vamos a ir a Dinan, una pequeña ciudad al otro extremo del golfo, se puede ver desde aquí. Iremos al teatro, a ver no sé que obra de los clásicos. Después cenaremos en el casino que ha hecho famosa la ciudad, y ¿quién sabe? a lo mejor probamos fortuna en la ruleta. Estoy muy ilusionada, todo esta saliendo a pedir de boca. ¿Sábes? No creí que esto del matrimonio fuera algo tan… maravilloso.”


¡Cuan diferente era todo!.

Así llegó el momento de volver a casa. Con la esperanza y el deseo de que todo empezaría a ir sobre ruedas. Alguien me había advertido que “los primeros días no eran gran cosa”, así que pensé que, simplemente, la nueva vida estaba siguiendo su curso. Tampoco iban a ser todo risas y bromas, ¿no te parece?

Burgos nos recibió con un frío glacial y una indiferencia deprimente. No conocíamos a nadie allí, así que el comienzo tampoco fué muy alentador. Jaime se iba temprano y volvía indefectíblemente tarde. Y mientras él iba ampliando su circulo de amistades, el mio se limitaba a las tres señoras —dos de ellas ancianas y casi sordas— encargadas de las tiendecitas en las que realizaba mis compras.

Me refugié, como siempre, en la escritura. Tenía en ella toda la compañía que me faltaba, que necesitaba y que quería. Buscaba esas sensaciones que me eran negadas en la vida real, el cariño de un marido, el amor, la amistad de la gente. Yo tenía dentro de mi todo un mundo de emociones para dar. Amor, mucho amor. Esa era la palabra mágica, la palabra prohibida…

Mi llegada a Burgos la conociste de otra manera:

“Llegamos en un día en que el Sol parecía brillar con más luz que nunca. Jaime apretó mi mano, contagiándome de sus mismos sentimientos ante la nueva aventura que comenzaba para ambos. Me sentí a gusto, me hubiera sentido bien a su lado en cualquier lugar del mundo, por remoto que este hubiera sido. Presentí que algo maravilloso comenzaba allí, a ochocientos cincuenta y cuatro metros sobre el nivel de la mar lejana. Frente a la entrada de la catedral, frente al valle de Arlazón, en mitad del frío. Allí, como pétrea testigo, la impresionante catedral que fué fundada por el obispo Mauricio, que fué comenzada a construir en 1221 y abierta al culto en 1230, aunque después siguió trabajándose en sus postreras taraceas, durante tres siglos más. Pero Burgos era mucho más que eso, poseía cosas maravillosas, muchos aromas históricos y mucha verídica palpitación humana. Así que nos sentimos inmensamente felices, ya que lo que más nos importaba era estar juntos, tan sólo eso, allí o donde fuera.”

O en otra carta:

“Muchas tardes, al terminar Jaime su trabajo, me recoge en nuestra casa de Los Arcos de la Llana y dejamos que nuestros pasos nos conduzcan, se pierdan en el recuerdo, en la distancia. Cuando una se encuentra abrumada del caótico tráfago urbano, del agobio que produce una urbe de más de dos millones de habitantes, es reconfortante huir, refugiarse en una ciudad pura, de honda castellanía. Un burgalés ilustre, Dionisio Porres, dijo: “El castillo es su cuna; la catedral, su palabra, y la Cartuja, su silencio.” Todo eso tiene Burgos y basta escuchar el silencio para que la palabra se haga audible.

Y nuestro pasos, que ya son sabios, nos conducen a El Espolón, aula, cónclave, casino, patio de recreo y mirador. Sin él no se entendería el carácter urbano de ésta ciudad. Todo confluye allí en un momento dado, y las tardes lo saben de memoria; y el nos conoce ya, conoce a las tardes que se van cada día, como nosotros, para volver al día siguiente. De El Espolón dicen que no es sólo uno de los paseos más característicos de esta ciudad, sino de los más personales y humanizados de todo el país.”

Te conté, siempre te contaba, que mi matrimonio iba de más a mejor. Que Jaime era un cielo, que ya estábamos pensando en tener niños. Que ya tenía un montón de amigas, pero que te echaba mucho en falta, (al menos en esto no había fantasía ninguna). En definitiva, que era feliz. Como te había prometido ser.

En los primeros meses llegué a escribirte casi una carta diaria, que luego mandaba al fondo de un cajón. Cajón que pronto quedó pequeño y tuve que sustituirlo por una vieja maleta. La misma que aún conservo, cargada de aquella tristeza, de años y años de amargura y desilusión. Aquí la tengo, a mi lado, nunca me separé de ella, tampoco lo haré jamás. Gracias a ella conseguí la felicidad, como ya te contaré más adelante.

Sé que te estarás preguntando, mientras te hago todas estas revelaciones, por qué razón no te lo hice saber en su momento. Yo creo —ya fui hace algún tiempo consciente de ello— que estaba tan influenciada por tí, por tu fuerte personalidad, por tu inconscientemente dominante carácter, que me sentía incapaz de descubrirte lo débil que yo había llegado a ser. Si no me engañaste, —y yo estoy segura de que no lo hiciste— tú estábas totalmente convencida de que teníamos personalidades gemelas, que éramos idénticas (menos en el tema de los chicos, claro) Pero en mi caso era sólo rebeldía, que nada tiene que ver con el valor y la fuerza de espíritu. Siempre he sido una llorona, todo lo he arreglado llorando y nada más (acuérdate de aquel lacrimógeno sábado por la noche en mi casa, en mi cama, cuando te declaré mi decisión de casarme). Eso de pasar a la acción, hacer algo por convencimiento, se remonta a los tiempos en que la lectura de los Miller, Hemingway o T. Williams, nos empujaba a rebelárnos contra todo, sistemáticamente, contra todos. Pero en eso quedaba la cosa, en una sucinta rabieta juvenil, es decir, en nada.

Sabía con toda certeza que te dolería enterarte de mis sufrimientos, de mis desgracias provocadas únicamente por mi natural laxitud e indolencia. Eso es lo que yo pretendía evitar, aún a costa de ocultarte la verdad, de disfrazarla de felicidad. Por otra parte, eran mis vívidos sueños los que tan sublimemente te relataba, la forma en que me hubiera gustado vivir. Para mi era todo tan real, que a veces tenía dificultades en separar una vida de la otra.
Aún ahora, tanto tiempo después, habiéndome liberado de aquella cárcel que fue mi casa, mi matrimonio, mi encierro, sé positivamente que la existencia que describí en los papeles, fue la vida que realmente viví.

De aquellos días es la carta:

“Querida Raquel:

Al levantarme esta mañana y mirar por la ventana de mi dormitorio, he visto el cielo más azul y más radiante que jamás hubiera podido imaginar. La luz se apoderaba de todo, inundándolo con su lumínico esplendor, todo, hasta mi corazón. Me siento más afortunada que nunca. Creo que la felicidad que experimento desborda con creces cualquier mérito que haya podido contraer en algún momento de mi humilde existencia. A veces hasta anularme los sentidos, y entonces me entran ganas de llorar. Y sé que todo este amor que se me ha otorgado tiene una razón de ser; la de compartirlo con las gentes menos afortunadas y más necesitadas que yo.

Sin perdida de tiempo he salido a la calle, bien temprano, con el rocío cubriendo la grava, acariciando la hierba del parque, y me he dirigido hacia el hospital de los niños y ancianos desamparados. Supe hace algún tiempo, por los periodicos de aquí, que las hermanas que dirigen este centro benéfico atravesaban algunas dificultades; estában escasas de personal, asi que pensé en dedicar parte de mi tiempo libre en labores más desprendidas que las puramente domésticas.

Es un lugar donde se respira bondad, lleno de compañerismo, de amistad, y está regido por el AMOR. Allí, entre aquella gente, que no tienen a nadie en este mundo, me encuentro como entre mi familia; són mi familia. Igual que yo lo soy suya.
Por las mañanas me dedico a los niños. Ayudo a las hermanas en la higiene de los pequeños, les contamos cuentos, cantamos y jugamos con ellos. Les damos todo el cariño de que son capaces nuestros corazones. Suplimos, en parte, algo que de por sí es insustituible; la madre.

Me dijo ayer David, un niño de cuatro años y medio:
—¿Tu eres mamá?
—No, cariño. —le contesté.
—¿No quieres ser mamá? —me volvió a preguntar.
—¡Claro que si! —le dije.
—¿Y por qué no eres mamá? —insistió.
Medité bien la respuesta.
—Bueno, Dios aún no ha querido que yo sea mamá.
Me dijo:
—Si quieres, puedes ser mi mamá. Me gustaría ser tu hijo.
No pude evitarlo, lo abracé fuerte contra mi pecho para que no viera como brotaban las lágrimas de mis ojos. Fue un momento de ternura increíble. Los niños no pierden la ilusión ni la esperanza de encontrar a alguien que los quiera, alguna familia que los acoja en su seno y los haga suyos.

Con los ancianos es distinto. La mayoría no tienen ya ninguna esperanza y algunos prácticamente vegetan. Es más difícil levantarles el ánimo. Tengo que luchar más con ellos que con los pequeños. Pero me gusta igualmente. Paso las tardes con ellos, les hacemos compañía, charlamos. Me llena de satisfacción ver cómo me reciben la mayoría al día siguiente, con que alegría.

De vuelta a casa, al atravesar de nuevo el parque, pisaba la grava con firmeza. Disfrutaba mirando los alerces, altos como montañas, imponentes. Los increíbles colores de los sicomoros, con sus hojas gigantes, del verde brillante de la hierba húmeda. La niebla empezaba a levantarse. Respiraba hondo. Me daban ganas de cantar, de bailar, de dar saltos. Me sentía feliz, como en una nube.”


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