12/5/08

Yanira -6-

6


Esta es, querida Raquel, la parte feliz de la historia, de esta historia de mi vida que tú desconocías. De estos años tan largos, tan tristes —como has podido leer— que me había tocado vivir. Yo deseaba hacerte saber, en estos días en que puedo volver a respirar la dulce brisa del deseo de vivir, con renovada ilusión, cada uno de los días que puedan quedarme en este mundo, que tan injustamente me estaba tratando, quería revelarte digo, toda la amargura y aflicción, todo el desconsuelo y la congoja en que me veía sumida día a día, año tras año. Todos aquellos sentimientos que me obligaba a mi misma a ocultarte por un injustificado —eso pienso ahora— temor a defraudarte. Eras y eres mi mejor amiga, la única, y me aterraba la sola idea de perderte. De quedarme sin la última persona con la que podía comunicarme, aunque fuera de esta forma tan fantástica. No podía permitirlo.

Mi forma de pensar ha cambiado en la misma medida que lo ha hecho mi modo de vida, proporcionalmente, por lo que no he encontrado otro medio para justificarme —no se bien si se trata de eso— contigo. Al menos para empezar. De una forma más sincera.

Te decía que esta era la parte agradable de la historia, por lo que no quiero —creo que no es indispensable— extenderse más que lo justo.

Si has tenido a bien leer hasta este punto, creo que tendrás materia suficiente para llegar a comprender, algo al menos, mi extraño comportamiento. Lo que sucedió después te llenará, sin duda, de gozo y de alegría, ya que habiéndome hecho feliz a mí, sé que te lo hará tambien a tí.
A grandes rasgos y sin entrar mucho en detalles, sucedió así:

Rodrigo, convencido y convenciéndome de que mis cuentos tenían calidad sobrada para ser publicados, localizó a esos dos conocidos suyos que se movían en el mundillo editorial. No le costó mucho tiempo conseguirlo. Uno de ellos, Jose Luís Estellés, poseía una pequeña empresa editora en Castellón, pero se dedicaba casi exclusivamente al sector agroalimentario; no servía pues para nuestros propositos. El segundo, Vicente Ramos, tenía su negocio en la capital del Pisuerga, en Valladolid y al parecer, su editorial prosperaba a un ritmo creciente. Publicaba una revista literaria llamada “Las Bellas Letras” y varias colecciones de libros, entre ellos una edición de bolsillo de cuentos infantiles, ¡justo lo que buscábamos!

Rodrigo, casi más ilusionado que yo misma, dejó aparcado por unos días el trabajo de su libro y se encargó de conseguir habitaciones en un hotel y de concertar una entrevista con su amigo Vicente. A mi me costó algo más organizar el viaje. Me supuso un enfrentamiento con Jaime, que salía —¡como nó!— de viaje de negocios, y no estaba dispuesto a permitir que me fuera, (a casa de mis padres, por enfermedad —ficticia— de mi madre) dejando de ese modo la casa vacía. Fué la segunda vez en diez años que tenía la osadía de discutir con él, y me dí cuenta de que Jaime era más vulnerable e inerme de lo que yo había creído. Salí crecida de ese choque y ello me dió más animos todavía (de los que ya me había dado el mismo Rodrigo) para seguir, sin miedo, con la determinación de separarme de él, en cuanto yo misma creyera oportuno. El caso es que dejó de importarme cualquier cosa que me dijera, su opinión, lo que él pensara de mi viaje e hice las maletas, cargadas más de quimeras que de confianza.

El viaje fué muy agradable, tanto como lo era la compañía de ese hombre que estaba abriendo —había ya abierto— una vía de esperanza y de ilusión en esta vida mía que tan maltrecha se hallaba hasta que él apareció. No dejamos de hablar en todo el trayecto, de tantas cosas… de todo. Rodrigo también parecía feliz a mi lado, nos compenetrábamos completamente. Había comunicación y espontaneidad en esa relación, que los dos queríamos mantener así de pura.
Era mi primera salida de viaje, de Burgos, en diez años, y no la olvidaré nunca.

Llegamos a Valladolid el viernes por la noche. Teníamos habitaciones reservadas para ese fin de semana en el hotel Felipe IV, un sitio precioso, acogedor y lleno de encanto. Durante la cena estuvimos haciendo planes para el día siguiente. Rodrigo ya había estado anteriormente es esta ciudad, dando algunas conferencias en la universidad, y según me prometió, iba a llevarme a sitios que no olvidaría jamás. Como así fué.

Pasé la noche más inquieta que recuerdo en años. Mi cabeza no paraba de darle vueltas a todo cuanto me estaba sucediendo. De esta forma tan vertiginosa que ni siquiera te daba tiempo a reaccionar, a ir asimilando las sorpresas, una detrás de otra, sin freno… Mi mente, mi alma, ni tan siquiera mi cuerpo estaban preparados para tal avalancha de emociones. Creo que no dormí más de un par de horas.

El sábado, como había sido pronosticado, superó todos los records de emoción y asombro habidos y por haber en mi poco excitante vida. Rodrigo me llevó, después de desayunar en el hotel, a recorrer un poco de la historia de esta ciudad, escenario de la boda de los Reyes Católicos, y en la que se consolidó, contando con Burgos —mi segunda casa—, Segovia y Toledo, los cimientos de la Reconquista, que había de consumarse en Granada. Ciudad, por otra parte, que tan bien enaltece en sus coplas Jorge Manrique.

Nos paseamos por la plaza Mayor, amplia y luminosa, y que pese a las nuevas edificaciones, aún conserva el signo arquitectónico de su grandeza pasada. Con sus porches y sus casas de tres pisos, con sus buhardillas y sus balcones, desde los que en la sucesión del tiempo se han presenciado los espectáculos importantes que ha desarrollado la Historia. Justas y torneos, toros y cañas, procesiones religiosas y autos de fé.

Rodrigo, convertido en brillante cicerone e instructor, me contaba que esta plaza Mayor, era un verdadero freno de paseantes, con sus trampas a lo largo de los soportales, y un punto de partida para recorrer la ciudad antigua, en sus cuatro puntos cardinales. Y para comprobar la veracidad de sus palabras, seguí sus pasos decididos.
Visitamos la plaza de San Pablo, maravillosa, uno de los lugares más representativos del pasado. En él, la iglesia, el palacio donde nació Felipe II; la Capitanía General, palacio que construyó el conde de Benavente, que compró al duque de Lerma, y que éste vendió a los Reyes, convirtiéndose de ese modo en palacio Real. Seguimos por la Iglesia de Santa María la Antigua, que aun después de su restauración, en nuestro tiempo, mantiene toda su belleza primitiva. Bajamos a continuación por una antigua calle hasta que nos sorprendió —a mi al menos— la preciosa fachada del templo de San Benito el Real.

Me contó Rodrigo, conocedor de la tradición religiosa de mi familia —que no la mía— la impresionante devoción y arte que se vive en la famosa Semana Santa de aquí, que ni tan siquiera en los días más graves de la segunda república, Valladolid sunpendió sus procesiones. Ha sido una tradición jamás interrumpida en la ciudad desde el siglo diecisiete, cuando ya el portugués Pineiro da Veiga, en su famosa “Fastiginia”, nos hacía relación de estas fiestas. Me impresionó gratamente la imagen maravillosa de Nuestra Señora de las Angustias, de Juan de Juani y “La quinta Angustia”, obra de Gregorio Fernandez.
También pasamos por la calle donde se encuentra la reconstruida casa donde murió Cristobal Colon, en cuya fachada se haya una lápida conmemorativa. ¡Cuantas maravilas de nuestro pasado!

Y por fin, como colofón al paseo sabatino, llegamos a la casa donde vivió el maestro Cervantes, escribiendo en su recinto algunas novelas ejemplares, como “El coloquio de los perros” y “El licenciado Vidriera”. Hoy su casa está convertida en un centro de cultura literaria, en el que se albergan la Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción, una nutrida biblioteca y una sala en donde, al día siguiente, como era costumbre los domingos, íbamos a poder asistir a algunos recitales poéticos. Quedé prendada e impregnada de la atmosfera cultural que allí se respiraba.

Pusimos fin al paseo junto a la fachada barroca de la universidad, que tan evocadora resultaba a Rodrigo. Allí habíamos quedado citados con Vicente Ramos. Mientras esperabamos la llegada del que sería nuestro anfitrión en la ciudad, recuerdo que le comenté a Rodrigo: “No estoy muy convencida de que esta aventura literaria en la que me has embarcado, vaya a llevarnos a buen puerto. Pero te aseguro que ha sido la experiencia más gratificante que he vivido en muchísimos años… así que, ocurra lo que ocurra, habrá valido la pena venir hasta aquí contigo. No lo olvidaré jamás”.

Rodrigo me miró con sus dulces ojos y se sintió feliz de mi misma felicidad. Compartíamos una ilusión que llenaba nuestro tiempo y nuestros corazones. Justo en un momento en que ambos nos hallábamos ciertamente desorientados y ávidos de emociones con las que llenar las calderas de nuestras estancadas naves, varadas en el fango de la decepción desde hacía años. “Todo saldrá como tengo planeado. —me animó”.

El encuentro entre los dos amigos estuvo lleno de emotividad. Envueltos ambos por los recuerdos de tiempos algo lejanos, se dejaron llevar por la agitación del momento, hasta el punto, casi, de olvidarse de mí. Al cabo, cayeron en la cuenta y tras disculparse, Rodrigo, me presentó al editor. Vicente Ramos resultó ser un personaje entrañable, que logró conquistarme sólo con mirarme y tenderme su mano amistosa, cálida y cordial. Me hizo la impresión de que conocía a ese hombre de toda la vida. Me habló, desde el primer momento, como si de una hija suya me tratase. Papel que acepté gustosa motivada más aún por el aspecto paternal que ofrecía Vicente. Pelo emblanquecido, gesto dulce y apaciguador. Su afable tono de voz, bondadoso, indulgente, hacía que me sintiera, ya digo, como si lo conociera desde siempre. Tal fue la sensación que me llevé de él, y que luego, a lo largo de todos estos años, se ha confirmado sobradamente.

Como gran parte de los negocios más importantes y fructíferos, el proyecto fue presentado y debatido durante un frugal almuerzo en una confortable cafetería —”La Continental”— que luego serviría de inspiración para uno de mis relatos.

La verdad —que volvió a ser, por aquel entonces, compañera de mi fortuna— es que no hubo nada que discutir sobre los planes que había trazado Rodrigo. Allí mismo, tras leer alguno de mis cuentos, Vicente confirmó lo que Rodrigo me había señalado. Se mostró dispuesto y muy animado a publicar cuantos relatos creyera conveniente, y yendo todavía más lejos, me preguntó si sería capaz de escribir cuentos cortos con la frecuencia necesaria para ser publicados, de forma mensual, en la revista literaria que él mismo dirigía y editaba.

Ya puedes figirarte Raquel, el vuelco que me daría el corazón cuando escuché aquellas palabras. Era demasiado en tan poco tiempo, y me costó mucho esfuerzo asimilarlo. En realidad, aún hoy me quedo entre sorprendida y emocionada —me siento muy extraña— cuando veo mi retrato en las contraportadas de los libros. Mi nombre en los escaparates, presentando mis trabajos. En fin, todo aquello que ni tan siquiera se me había ocurrido soñar. A pesar de esa afición mía por la lectura y la escritura.

Hoy no puedo más que dar las gracias a la vida por estos momentos que de forma tan intensa estoy viviendo. Tan llenos de sorpresas y alegrías. No me importa yá haber desperdiciado diez años de mi vida (incluso estoy empezando a ver el lado positivo de ello), si eran la prueba a que me sometía el destino para llegar a esta condición privilegiada.

Sólo me resta contarte el final de esta historia, que nos lleva hasta el día de hoy, en que te cuento mi verdadera aventura, mi fatigoso viaje por los tortuosos y angustiosos —a veces— caminos que la providencia nos marca.

En las siguientes semanas, desde nuestro primer encuentro, se fueros decidiendo qué relatos resultaban interesantes de publicar en forma de libro y cuáles se ajustaban al formato y contenido de la revista. Acordamos también, como condición impuesta exclusivamente por mí, que firmaría las obras bajo un seudónimo, y que tras mucho meditar decidí que fuera Yanira Miller, (Yanira por el personaje de uno de mis más entrañables cuentos, y Miller por Henry .ya conoces de sobra mi admiración por “el maestro”). A los dos hombres les pareció bien y así quedó establecido. Antes de poder conocer la fama con mi propio nombre. quería dejar aclarados y zanjados todos los desagradables asuntos que tuvieran relación con mi vida matrimonial. Quería ser una mujer absoluta y definitivamente LIBRE.

A los cuatro meses, en el més de Marzo, salió a la calle el primer libro de cuentos de Yanira Miller, con el titulo de “Siete cuentos de princesas”. Fué presentado por Rodrigo, según mi deseo, en el circulo de Bellas Artes de Valladolid. Asistieron varias personalidades dentro del ámbito literario, así como algunos escritores, todos ellos invitados al acto por Vicente, que había puesto toda su fé y esperanzas en mí, y que quería que mi lanzamiento tuviera el nivel y la importancia adecuados. Yo tuve el honor de asistir a “mi fiesta” de total incógnito, bajo las atentas y cómplices miradas de mis dos amigos. Fué un día mágico, de los que quedan grabados a fuego en el recuerdo, en el corazón.

El libro tuvo muy buena acogida, y bajo esos auspicios, pronto se publicó el segundo, con el titulo de “La torre de papel”. El sueño, maravilloso, inesperado e increíble sueño, cumplía su primer año con dos libros de cuentos en el mercado, y un premio “Mester de Clerecía” concedido conjuntamente por la crítica y la asociación nacional de editores.

Inmersa en la vorágine del éxito desde las sombras, decidí por fin salir de ellas, a nivel personal y privado. Mantuve el combate decisivo con Jaime, que al conocer toda la verdad, no tuvo más remedio que aceptar mi independencia como mujer, y mi decisión de separarme de él. Después de todo, de tanto tiempo de miedos e incertidumbres, se hacía la luz en nuestras vidas, cosa que incluso a él, pareció al fin aliviar. Sin duda alguna, Jaime lo había conseguido todo en esos once años, salvo el éxito en su matrimonio, por lo que pareció vislumbrar todavía la esperanza de encontrar la felicidad completa al lado de otra mujer, quizás. Aún no era demasiado tarde.

Los trámites tuvieron bastante celeridad, o eso, al menos, me pareció a mí que, sumida de lleno en el trabajo literario, sentía cómo el tiempo me llevaba en volandas. La casa de Burgos quedó a mi disposición, y debo decir que Jaime, inesperadamente, recobró esa amabilidad, ese trato agradable y afectuoso del que me había enamorado en su día. Quizás él también, inconscientemente, se hallaba esclavo de sus sentimientos para conmigo.

En estos cuatro años desde que nos separamos, me llamó varias veces, bastantes, comimos juntos, incluso compartimos alguna tarde de domingo paseando por el Espolón, hablando de lo que pudo ser y no fué. Nunca he sido una persona rencorosa, tú lo sabes bién. El no encuentra disculpas suficientes para su comportamiento conmigo. Todo lo que no obtuve de él estando casados, lo estoy teniendo ahora. Incluso su inusitado interés por mi carrera como escritora, que él desconocía totalmente.

Mi tercer libro fué “El regalo de Rachel”, escrito con total dedicación, y con la ilusión de haber recobrado, al fin, la estabilidad emocional y espiritual. En él apareció un cuento que escribí pensando en tí y que dió nombre al libro. No confio en que llegáras a leerlo; decía cosas como éstas:

“Se acercaba la Navidad, y con ella la alegría, la felicidad. Y como cada año, Rachel andaba algo alborotada, recorriendo la casa arriba y abajo, disfrutando mientras pensaba en los muchos regalos que iba a pedir a Santa Claus.

Rachel era una niña muy, muy afortunada. Era hija única y adorada por sus padres, y qué decir de sus abuelos, que la colmaban siempre de atenciones y de obsequios. En su casa nunca había faltado de nada, tenía todo lo que cualquier niño hubiera podido desear, y si algo echaba en falta, se lo pedía a Santa que, sin falta, se lo traía. Así de sencilla era su vida, plena de amor y cariño, llena de satisfacción. Y así le gustaba contárselo a sus amigas del colegio (menos afortunadas que ella). Por supuesto era la envidia de todas las niñas, bueno, de todas no. Sophie siempre se alegraba muchísimo de todo cuanto le regalaban a Rachel, y parecía ser que no había el menor asomo de envidia en su alborozo. Rachel estaba intrigada de veras.

Ese año, por aquellas fechas, decidió invitarla a su casa, y allí le enseñó sus enormes habitaciones repletas de maravillosos juegos y fantásticas muñecas. La gran sala de esparcimiento, la inmensa biblioteca, el luminoso jardin interor, auténtico vergel, con la piscina de aguas perfumadas. En fin, todas las dependencias de la casa. Pero a Sophie sólo pareció causarle felicidad todo cuanto veía. Rachel se sintió más turbada todavía, y cuando Sophie la invitó para ir al día siguiente a su casa, aceptó encantada, intrigada y llena de curiosidad ¡Como de enorme y maravillosa sería su casa para que ésta no le causara la menor impresión, la más leve envidia! —pensó. ¡Cuantos juguetes tendrá para que, simplemente, sienta alegría por mí ante todos los que yo tengo!—se admiró.

Al día siguiente, al salir del colegio, Rachel acompañó a su amiguita con la intención de ver su casa. Al llegar frente al hospicio de la ciudad Sophie se detuvo. Rachel le preguntó: “¿Porqué nos paramos aquí? ¿Es que esperamos a alguien?” “No, —le contestó Sophie— yo vivo aquí”.

Rachel no podía creerlo, ¡en el hospicio! ¡en una casa de caridad! Aquello no era posible.
Sophie la invitó a entrar y le fue presentando a las monjas que cuidaban de todos los niños que allí habían, y que se dirigía a ellos llamándoles hermanos. Raquel, a medida que iba viendo el modo en que vivían todos aquellos pequeños, sin otra familia que las monjitas que cuidaban de ellos, y más hogar que aquella enorme y fria casa, se iba dando cuenta de la enorme fortuna que ella poseía y que jamás se había tomado la molestia de apreciar. Con una pequeña parte de los juguetes que ella tenía en su sala de juegos, habría hecho felices a todos los niños y niñas de aquel lugar. Aquel pensamiento la hizo sentirse bastante mal.

Cuando acabó la visita, las dos amigas se despidieron con un abrazo afectuoso y sincero.

Rachel, muy afectada por lo que acababa de presenciar, corrió a su casa y nada más llegar rompió en mil pedazos la carta que le tenía preparada a Santa Claus y comenzó o escribir otra nueva. En ella solicitaba muchos más juguetes todavía de los que tenía pensados pedir. Pero le explicaba que este año tenía que dejarlos en otro lugar, justo en el hospicio donde vivía su amiga Sophie, y donde todos sus hermanitos necesitaban mucho más que ella todos aquellos regalos y juguetes. También le contaba que ella no pedía nada para sí misma, y que si le iba a traer algo, que lo incluyera en la lista para el hospicio. Por último le rogaba a Santa un postrer y definitivo favor; el cariño y el amor de familias que pudieran ofrecer un hogar para aquellos niños desamparados.

Esa Navidad, Santa Claus dejó muchos más regalos y juguetes en aquella casa que nunca, y junto a ellos una nota que decía:

Querida Rachel, éres tú misma quien debe llevar todos estos regalos a los hermanitos de tu amiga Sophie, ya que tuya ha sido la hermosa idea de pedirlos para ellos, has de ser tu la que llene sus corazones de alegría, de paz y de amor.

“Santa Claus”.

Gustó mucho a mis lectores, tanto fué así que el libro recibió el premio "Náyade" de plata al mejor libro infantil de cuentos de ese año, y estoy totalmente convencida de que la mayor parte del merito fué de ese cuento.

Para reyes se editó “El libro encantado y otros cuentos”, que también tuvo muy buena acogida. Tanto de crítica como por parte de mis seguidores, y se vendió magníficamente, (acaba de imprimirse la séptima edición de esta obra).

En los siguientes tres años, hasta el día de hoy, sólo publicamos un titulo por año. Estos fueron: “El lago de miel”, La hiedra mágica” y “Los diez mejores cuentos de Yanira Miller”, que acabamos de presentar por primera vez descubriendo mi verdadera identidad, (espero que esto no vaya a alterar en nada los gustos de mis incondicionales y dejen de leerme).


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