12/5/08

Yanira -4-

4


Tendré que reconocer, sin concesiones, que soy una mujer absolutamente débil y de indolente apatía. Aún ahora, que con el paso del tiempo acabé liberándome de todo lo que, durante tantos años, me tuvo esclavizada. De aquellos momentos de lucidez, brillantes, que fueron quizás producto de la desesperación, del miedo a no poder volver a ser feliz nunca, quedó tan sólo el triste recuerdo, acibarado sabor del fracaso, amargo como la hiel. Del intento vano caído en saco roto. Del esfuerzo por nada. De nada.

Había pasado algún tiempo y ninguno de los dos volvió a mencionar aquella conversación. Era como si el encuentro no hubiera tenido lugar. Al menos para él. Jaime llegaba los fines de semana a casa y se comportaba lo más amablemente que le era posible. Tenía momentos en los que me recordaba (aunque de una manera remota y lastimosa) al hombre del que un día me enamoré. Se diría que hacía un esfuerzo por que todo fuera bien. Pero no comprendía que no se trataba de eso. No consistía en hacer que la vida entre nosotros resultase simplemente agradable o llevadera. No asimilaba que, lo único que podía mantener viva una relación de pareja, era aquello que se veía incapaz de ofrecer, de dar; AMOR. ¿Tan difícil era de conseguir? ¿No tenía el derecho a recibir amor de nadie? Yo sabía que era posible, tenía constancia de que mucha gente lo conseguía, que se amaban unos a otros, aunque fuera al amparo del secreto o del anonimato, en silencio. ¿Porque entonces yo no? Me sentía marginada. ¿De qué? ¿De quién? De todo, de todos. En mis sueños, en mis aspiraciones, las cosas habían sido imaginadas de otra forma.

Tú, querida Raquel, lo sabes bien. Compartíamos las mismas inquietudes, ambas deseábamos encontrar algún lejano día un hombre con el que ser felices. Estábamos dispuestas incluso, a darlo todo por ellos si hubiera sido necesario (me descubrí como una mujer muy romántica) . No pensabamos haber reparado en sacrificios, en esfuerzos. ¿Por qué entonces no somos, no he sido digna de recibir un poco de amor? Buscaba al menos una respuesta. Una respuesta que nadie sería capaz de darme. Ni yo misma.

Algunos días me sorprendía mirándome al espejo afligida, desolada. No reconocía la imagen reflejada de aquella mujer de aspecto triste, huraño, prematuramente envejecido. La belleza que en otro tiempo tú tan amablemente habías descrito, se estaba marchitando a pasos agigantados. Mi belleza…

Guardo en lo más profundo de mi afligido corazón, con todo el cariño que aún me queda, la descripción que de mí hiciste en uno de tus relatos —que titulaste simplemente Sofía— en el que tuve el honor de servirte de protagonista. Decías de ella, de mi:

“Cascadas de bermejos cabellos resbalan caprichosamente sobre el cuello ágil y delgado, sobre perfectos hombros. Almibaradas olas rompen, purpúreas, sobre los ojos (dos cielos), brillantes como dos puntos de luz, faros incólumes capaces de guiar en la más tenebrosa oscuridad. La sonrisa, fácil y sincera, multiplica esa luz por infinito, forzando ineludiblemente la sonrisa ajena. El cuerpo esbelto, bello, armonioso y sensual, trasmite seguridad, serenidad; con ese porte elegante, ecuánime y femenino.

Mujer entera, pasional y sincera. Sensible por dentro y, aunque no siempre lo sepa, afable, cordial y acogedora por fuera.

Se le sorprende con la mirada ausente, soñadora, perdida en algún fantástico punto, hallándose inmersa en alguno de sus mil proyectos, urdidos con la esperanza de ser llevados a cabo, de ser vividos.

Su mayor felicidad; la vida misma, el contacto con la gente, los amigos, la familia. La amistad, valor máximo en su particular escala. Hacer el bien, una necesidad, un fin, una meta. Y, aunque tímida por precaución, entregada en cuerpo y alma a las personas que se confían a ella.

Atracción, ternura, ella es simpatía.
Afecto, bondad, amor, es Sofía”.

Me emocioné cuando me lo diste a leer. Recuerdo que te dije:
—Nadie podría creer que estas hermosas palabras hablan de mí.
—Pues lo hacen, esa mujer eres tú.
—Yo no lo creo. Dicho así, expresado de esa manera suena a maravillosa. Y yo no me siento nada maravillosa.
—Te puedo asegurar —me dijiste cambiando el tono de tu voz— que lo que he escrito es lo que pienso de tí, lo que me haces sentir.
—Vas a hacer que me ponga a llorar, Raquel.
—Si lloras tú, lloramos las dos.

Recuerdo que nos dimos un gran abrazo, muy, muy largo, y también que lloramos, ¿te acuerdas? Fue muy hermoso. Los sensibilidad aflorando por cada poro de nuestra piel. Nos ocurría muchas veces. Me refiero a esos momentos tan íntimos, tan privados y tan nuestros. De las dos. Ahora, sin tí, ¿que me queda?


Se acercaba la Navidad. Me gustaba bajar a Burgos y andar por sus calles, sus paseos recientes. El Parral, la Quinta y la Isla. Los merenderos en el cesped. Las calles antiguas y modernas. Todo era un bullir de gente alborotada. La animada plaza Mayor. El impresionante aspecto del famoso Espolón, repleto a más no poder y adornado, con motivo de las fiestas, de las típicas luces navideñas. El paseo grande de Burgos, con el ramaje compañero. Todo era predisposición a la fiesta, a la alegría, a la celebración en familia, en las casas.

Paz, amor, Navidad. Que felizmente había vivido antaño estas fechas en mi casa, con mi familia; mis tios, con sus discusiones sobre si los años pasados habían sido mejor o peor que los presentes; la abuelita Karen, apaciguadora y siempre con el deseo de que al año siguiente pudiera vernos a todos de nuevo juntos (dudando invariablemente que fuera a ser posible, un año tras otro); mis primos, chillones a más no poder y amedrantadores por naturaleza. Mis padres, mis queridísimos padrecitos, ¿cómo iba a imaginar yo lo que llegaría a echarlos de menos? ¿Porqué la divina providencia no nos advertirá lo que puede llegar a ocurrirnos de no aprovechar todo aquello que tan obsequiosamente se nos ofrece? (Es por esta razón que siempre nos quedamos con la sensación de no haber hecho todo por ellos, de no haberles dado todo el amor de que eramos capaces) …y ahora, me veía desposeida de todo cuanto había tenido por el amor vacío de un hombre sin corazón. Con tales pensamientos regresaba del paseo navideño por la ciudad, deprimida, abatida, sin ilusión alguna. Y de ese triste modo acababa la fiesta para mí. De nada servía el gigantesco abeto que Jaime hacía traer de los grandes almacenes, de nada sus brillantes luces, sus coloridas guirnaldas, su estrella de David, de nada. De nada serviría su regalo —caro regalo— hecho llegar hasta mí por un solícito mensajero, que en tan señalada ocasión y en ausencia del marido, intentaría felicitarme las fiestas de la manera más afectuosa y familiar posible. De nada.

Así recibí, tan friamente, el telegrama de Jaime en el que se “lamentaba muchísimo” no poder venir en las próximas semanas, pese a haber hecho todos los esfuerzos posibles. Una vez más iba a pasar la Navidad sola, ¿cuantas ya? Inesperadamente no fué así.

Me disponía a escribiros a todos —como lo había hecho en los últimos ocho años— deplorando la imposibilidad de visitaros, a tí, a mis padres, debido a los ineludibles compromisos que nos veiamos obligados a atender aquí. Falseando de esta miserable manera la triste realidad de mi existencia. Pero ocurrió ese día de diciembre, frío, muy frío, que el destino no quiso permitir que yo dejara de cumplir el plan que había sido trazado para mí. De tal manera que, habiéndome quedado sin darme cuenta, sin papel de cartas, hube de volver a salir hacia Burgos con la intención de comprarlo. Aunque no era demasiado tarde, había oscurecido ya el día, asi que decidí coger el coche para mayor seguridad. Normalmente, si el tiempo era bueno y las prisas me dejaban, bajaba paseando y no tardaba mucho en llegar, pero de noche era más peligroso y poco recomendable.

El tráfico en las afueras empezaba a ser más denso en cuanto anochecía, pero era más evidente aún en estas fechas, ya que llegaba gente de los pueblecitos limítrofes para hacer las compras navideñas.

En la entrada misma a Burgos era donde más se apreciaba, y así fué ese día siete del último més del año que no olvidaré jamas. Por la calle de la subida a Saldaña, camino de la iglesia de San Esteban, me vi sorprendida, al igual que mis helados reflejos, golpeando la parte trasera del vehiculo que me precedía. El cual, tratando de evitar atropellar un grupo de gente que se había adueñado de la calzada, se había visto obligado a frenar bruscamente sin darme tiempo ni lugar para la reacción.

—¡Vaya! —pensé— ¡Es lo único que me faltaba!—. Pero ya te digo, Raquel, que el destino es sabio y me tenía preparada una sorpresa mayor aún.

La impresión me dejo paralizada, aturdida, pero no a causa del golpe, sino del asombro que me produjo el ver quién era el propietario del coche que había golpeado… ¿Te acuerdas de nuestro profesor de Letras? Ese encantador barbudo que tanto aliento nos daba. Ese hombre que tantos ánimos nos infundía, que tantas esperanzas decía tener depositadas en nosotras, ¿te acuerdas?… Pues si, era él. Rodrigo Laso. Nuestro profe, nuestro amigo. Allí estaba, viniendo hacia mí, caminando entre la nieve, embutido en un enorme chaquetón de Tweed con el mismo “angel”, la misma cara de niño —pese a la barba—, del que no ha roto nunca un plato. Con las sienes ligeramente plateadas y la barba algo canosa, pero el gesto dulce, pacífico, arrebatador. ¡Era él!.

Sentí que me moría. Parecían incendiárseme por dentro las entrañas, querría haberme muerto allí mismo. Con la excusa misma del accidente, morir, desaparecer. ¡Que terrible desazón!, estuvimos las dos enamoradas de él, perdidamente, incluso llegaste a conseguiste un par de citas engañándolo con tu interés por las letras (aunque más tarde se convertiría en un interés real), no lo niegues. Te envidié por ello. Pero ahora estaba allí, a punto de abordarme. Aquí estaba.

—Parece que hoy no es mi día… —venía diciendo.
Bajó la cabeza hasta la ventanilla, a la altura de mis ojos que huían de los suyos, mientras continuaba diciendo:
—… Es el segundo golpe que recibo desde que llegué ayer… ¡Vaya… pero si tú eres…!
No le costó nada reconocerme. Yo deseaba que no se hubiera acordado de mí, que me hubiera tratado con indiferencia. Había perdido el hábito del contacto con la gente amiga, pero no fue así. La sorpresa, no obstante, había sido mutua. Él me miraba asombrado, con los ojos a punto de saltarle de las órbitas, no dando crédito a lo que veía. Igual que yo.

Los dos nos miramos por fin en silencio, durante un instante que me pareció eterno. Una sonrisa, aquella dulce sonrisa se dibujó en su rostro y una hilera de perfectos dientes blancos parecieron resplandecer. Conocedor de mil confidencias hechas años atrás, de íntimos afectos revelados como aval de confianza. A esa persona que, con el semblante iluminado, me miraba de hito en hito.

—¿Sofía?… ¡No puedo creerlo! —me dijo incapaz de reprimir su alegría.
—Hola Rodrigo —me atreví a contestar.
—¿Has venido desde tan lejos sólo para golpear mi coche por detrás? —rió.
—¿De tan lejos? —pregunté sin comprender.
—Mujer… ¡Estamos en Burgos!
—No, no —reí yo también—, yo vivo aquí; hace ocho años que vivo aquí.
—Vaya vaya. Con razón te había perdido la pista.

Me parecía estar flotando, como si fuera la protagonista de un sueño. Estaba segura de que en un momento a otro despertaría en mi cama, en mi alcoba, de este singular letargo. Pero ese hombre me hablaba, se empeñaba en demostrar que aquello estaba ocurriendo realmente. Me había perdido la pista, decía.

—Bueno, ¿que te parece si te invito a algo calentito mientras hablamos de los viejos tiempos? ¿Te parece? —preguntó ansioso.
—No se si… ¿Y el coche? Tendríamos que…
—¡Oh, deja, deja!. No ha sido nada. Ni siquiera me has abollado el parachoques... y por lo que veo tú tampoco has destrozado el tuyo. Dejo mi coche aquí y ¡no se hable más! me llevas a algún sitio que conozcas —sentenció con desparpajo—. Yo sólo llevo aquí un día y medio y todavía no tengo ningún lugar escogido.

Apartó su coche y se metió en el mío. No me dejó ni pensarlo un momento. De repente allí me encontraba yó, en mi propio coche, con mi ex-profesor de letras, con un hombre que me había tenido cautivada —aunque de una forma bastante infantil, inocente—. Pero tal era el recuerdo que de él guardaba. Todo parecía repetirse. ¿Se había detenido el tiempo? Me sentía alborozada, me palpitaba de tal manera el corazón, que estaba segura de que él lo estaría oyendo. Como entonces. Tan cerca de él. Solo faltabas tú. Pero nó.

—¿Y tu amiga? —preguntó sorprendiéndome— ¿Os seguís viendo?
—¿Raquel?...
—Si, Raquel… —me interrumpió contento de volver a oir aquel nombre.
—No, bueno... no exactamente, hace mucho que no nos vemos... pero estámos en contacto. Le escribo muy a menudo.
—Bien, eso está muy bien.

Me pareció que estába contento. Contendo de haberme encontrado, de esa forma tan casual, tan divertida. A él todo le parecía divertido; sabía encontrar las partes graciosas de cualquier situación. Era algo que siempre había envidiado de él. Sonreía francamente, con los dientes más blancos, (lechosos como esta nieve de Burgos) que nunca había visto.
—Bueno, ¿Vamos o nos quedamos aquí helandonos de frío? —volvío a sorprenderme. Me había quedado “embobada” mirando aquella cara desnuda, limpia, auténtica. El calor me subió hasta las mejillas. Me sonrojé.
—Es que... casi no puedo creer que estés aquí... tan... de esta forma tan inesperada. Después de tantos años...
—Lo mismo me pasa a mí, guapa. Pero preferiría seguir con esta, mi agradable sorpresa, en un lugar más calentito, ¡Brrr… odio el frio!. —dijo frotando enérgicamente sus brazos para entrar en calor.
—Si, si, perdona. Me estoy acostumbrando tanto a estas temperaturas que no me doy cuenta del frío que hace o deja de hacer —mentí.

Arranqué por fin el coche y bajamos la pendiente hasta entrar en en la ciudad. Comenzó a nevar justo cuando aparcaba cerca de un bar que siempre me había dado buenas vibraciones, (aunque la única vez que había entrado fuera con Jaime).

El Arlazón, como las sosegadas aguas del rio que le prestaba el nombre, invitaba a la tranquilidad, la relajación, una agradable compañía y buena conversación. Al entrar, precedida por Rodrigo, me ví transportada como por unos efluvios mágicos —durante un breve instante— al Rivera de nuestras tertulias literarias. El famoso bar de “las abuelas” que no se por qué oscura razón, bautizamos con ese gracioso —y quizás equívoco — nombre. Parecía ambientado por el mismo decorador. Madera de nogal en las paredes, piedra desnuda y antiguos muebles. Cuatro escaleras de acceso a la zona de mesas, reservada por una artesanal balaustrada, Un recargado —pero precioso—mosaico de cerámica decorando la pared del fondo.Y la acertada iluminación que a veces constituye el ochenta por ciento del éxito de la velada. En fin, ya ves que aún me acuerdo de otros tiempos ¿No es cierto?.
A Rodrigo le encantó:

—Vaya, ¡es precioso! es... ideal —le oí decir—

Yó, que ya iba recuperandome de la fuerte impresión que me había producido el verlo aparecer de esa forma tan... inesperada, estudiaba detenidamente sus movimientos mientras caminaba tras él. Me dió la sensación de que había crecido, parecía más alto. Quizas su tristeza, que se había adueñado de mí, me habría hecho encoger algo, como había encogido mi corazón. Seguía llevando el pelo largo, demasiado para mi gusto. Aunque, desde luego, en nada lo afeaba. Era demasiado guapo para que un estilo de peinado arruinara tanta belleza. Me sorprendí pensando que, quizás,estaba mejor ahora que cuando lo teníamos de profesor. Claro que entonces lo miraba con otros ojos, muy infantiles, aunque más criticos, (aún pensaba que mi principe azul tendría que amoldarse totalmente a mis gustos). Caminaba graciosamente, con ágiles movimientos, como dando saltitos. Un andar muy juvenil —pensé—. Apariencia que subrayaba vistiendo unos vaqueros raidos y zapatillas deportivas. Un estilo totalmente distinto al que yó me había acostumbrado a llevar. Y sin embargo, en él, me gustaba. No podía imaginarmelo vestido de otra manera. No vestido de traje para una cena formal. No de smoking para una gala oficial. Sólo así, deportivo, informal. Un estilo hecho para él.
Pareció adivinar mis pensamientos, se giró y dijo:

—Parece que desentono un poco con el lugar, ¿no te crees?.
—En absoluto —le dije—, vas como tienes que ir.
—¿Eso piensas? —preguntó divertido.
—Puedes estar seguro.
—Gracias, pues.
Encontramos una mesa en la pared adornada con la cerámica, nos quitamos las chaquetas y nos sentámos.
—¿Que vamos a tomar, Sofía?
—Algo calentito. ¿No era eso lo que te apetecía?
—Pues sí.

Pedimos un descafeinado con leche para él, y un té con limón para mí, (especialidad que me hacía el efecto haber puesto de moda yó, pues cuando llegamos nadie osaba añadir el limón al té). El bar estaba de bote en bote. El murmullo del gentío apagaba nuestras voces, lo que daba un aire más íntimo a la conversación, que nadie podría escuchar o entender. Rodrigó llevaba siempre la iniciativa. Yo hubiera sido incapaz.

—Sofía... ¿cómo era tu apellido? Creo recordar que era bastante curioso...
—Posse —contesté.
—Si, Sofía Posse. Es apellido italiano, o…
—Argentino, por parte de mi abuelo.
—Ya me acuerdo. Bueno y... ¿cómo te trata la vida? —preguntó de repente, dejándome desnuda, sin recursos para adornar la verdad, como había estado haciendo en los últimos años. Sin tiempo para preparar la respuesta adecuada... ¿Que le iba a decir? ¿Que cómo me trataba la vida?...
—Supongo que tratará peor a otros... —me salió.
—No es una respuesta muy optimista —pareció sorprenderse.
—No, no lo és. Pero es sincera.
—Aquí llegan las viandas —dijo viendo al camarero sortear la marea de mesas y de gente.

Cuando hubo dejado las tazas prosiguió con un tono alegre, intentando hacer olvidar la tristeza con que había contestado a su última pregunta.
—¿Que fué de tu carrera? Te recuerdo muy ilusionada en mis clases.
—Sucedió que me casé, sólo eso. A mi marido lo trasladaban con un ascenso, así que no hubo elección. Nos vinimos aquí y mis estudios quedaron aparcados.
—Vaya, eso si que es una verdadera lástima —se lamentó.
—Eso... y otras muchas cosas.
—No te veo muy animada, Sofía.
—Lo siento. No sé que me pasa. Apareces después de tantos años y sólo se me ocurre que ponerme melancólica. Te pido disculpas. Lo siento, de veras.
—¡Eh, eh, eh,!, Ni hablar de lamentos, y nada de disculpas. Si este encuentro casual, va a ponerte triste, dejo la diligencia y me vuelvo caminando al fuerte ¿eh?. —rió

Era ciertamente encantador. No lo recordaba así, en las clases era más serio, ¡naturalmente!. ¿En qué estaría pensando yó? No obstante sentía una alegría por aquel encuentro, como no recordaba haber sentido hacía años por nada. Aquella personalidad tan fresca, tan sincera,tan llena de vitalidad y alegría, me hacía atractiva incoscientemente. Te daban ganas de confesarte automáticamente, entregarte incondicionalmente a él. A ese ser comprensivo que iba a escucharte sin interrumpir y darte su comprensión y su amistad.

—De acuerdo —le dije— te prometo no utilizar más ese tono de voz tan triste. Y si te cuento algún hecho desgraciado, lo haré con voz alegre y con una sonrisa de anuncio.
—Así me gusta —pareció divertirle mi reacción—. Haremos una cosa. Intercambiaremos información. Yo te cuento cosas de mi aburrida existencia y a cambio tú lo haces de tu apasionante vida —propuso.
—Para empezar —le contesté— ya te has equivocado. La pasión no forma parte de mi vida, y dudo mucho que tu existencia tenga algo de aburrida.
—Vaya. Seguramente tenemos opiniones equivocadas sobre ambos. Creo que te vas a llevar alguna que otra desilusión sobre mí.
—En ese caso la desilusión será tambien compartida —le dije provocando una vez más su fácil risa.
—Esto parece ser interesante. Tendremos que pedir provisiones y pasar en este bar, sentados en ésta misma mesa, un par de años contándonoslo todo. ¿Que te parece?
—Ideal —contesté— tengo todo el tiempo del mundo.
—Adelante pués, empezaremos pidiendo otra ronda. ¡Camarero!...

Bueno, aquello Raquel, parecía un sueño, Rodrigo, nuestro Rodigo Laso, profesor de Literatura en nuestra epoca universitaria, y yó, sentados en un bonito bar de Burgos, hablando de los viejos tiempos, como el que se toma un café con un amigo de toda la vida. Era algo que no podía creer. Después de años de haber perdido el contacto con la gente, con los amigos. La hermosa práctica de hablar de lo trivial, de lo importante, lo íntimo, de mis sentimientos, de mis penas, mis sufrimientos, mi falta de alegría, del interés por la vida, allí estaba hablando sin el menor pudor con un —casi— desconocido. Pues apenas conocía el nombre y nada más de aquél hombre, ahora maduro, que miraba dulcemente a mis ojos, intentando penetrarlos, llegar al interior de mi verdad. Sentí desde el primer instante —el me dió pie— la necesidad de abrir mi alma (al igual que contabas en tu descripción de Sofía) hacerle partícipe de toda la eterna angustia que devoraba mi corazón y mis entrañas.

Él, por su parte, pedía a gritos esa complicidad, ese intercambio de confesiones. Quería mostrarme la sinceridad de su interés. Quería saber de mí, escucharme, mi voz a cambio de la suya, mis secretos por los suyos. De mostrarme su verdad. Sentía aflorar en él unos sentimientos que yo muy bien conocía pero que ya casi tenía olvidados. ¿Sería una de esas almas gemelas de las que tú hablabas? ¿De las que creías que estábamos dotadas las dos? Algo había, sin duda, que nos hacía interesarnos a ambos, una atracción inevitable, no física, espiritual, que nos hacía sentir a gusto. Una especie de flechazo anímico, psíquico, vital.

—¿Y tú, Rodrigo? —ataqué— ¿Qué haces ahora? ¿Qué te ha traído a Burgos? ¿Sigues en la enseñanza?
—¡Vaya… cuantas preguntas! Creo que necesitaría un abogado ante tal avalancha. Si acaso iré contestando mientras Perry Mason viene hacia acá. En primer lugar te diré que dejé la universidad hace un par de años.
—¿Cómo fue eso? —interrumpí algo sorprendida.
—Bueno… estaba bastante cansado. Eran ya muchos años haciendo lo mismo. Me apetecía meterme en otros lios, hacer otras cosas, ¿sabes?. La enseñanza quema mucho, no aprendes nada nuevo, te quedas estancado, culturalmente… y profesionalmente. Necesitaba moverme… cambiar de actividad. Algo que me atrajese de verdad. Al final, tras meditarlo profundamente, pedí una excedencia. Quiero tener unos años para mí. De prueba.
—¿De prueba? ¿A que te refieres, que quieres probar?
—Bien, esto contesta a otra de las preguntas. Estoy intentando… estoy escribiendo un libro. Una novela.
Me miró esperando ver mi reacción.
—¡Pero eso es estupendo! —le dije.
—Ahí está, que no lo sé, no sé si en realidad es estupendo o no —dijo—, por eso quiero comprobarlo al menos. Si no recojo ningún fruto… volvería —bastante decepcionado, desde luego— a dar clases, ese castigo diario de las aulas, de las caras nuevas de cada año. En fin… prefiero pensar que saldrá bien.
—¡Pues claro que sí! —le animé.
—¡Vaya!, es verdad que te has vuelto optimista de repente —dijo riendo—. Te ha servido de algo mi regañina de antes.
Reí yo también. Le pregunté:
—¿Y como lo llevas?… me refiero al libro.
—No estoy muy seguro. Es tan dificil. Me exige mucho sacrificio, claro que, es de esos sacrificios que los haces de buena gana. No existe ningún compromiso con editor alguno, así que tengo la tranquilidad suficiente para ir elaborando paso a paso todo el material que voy recopilando, de aquí y de allá. Sin prisas, que es como se hacen las cosas bien. Por otra parte, es un trabajo gratificante. Es lo que quería hacer desde hace años y encima me está dando la oportunidad de viajar. Incluso de reencontrarme con viejas amistades.
Se quedó mirandome fijamente un instante y sonrió. Dijo:

—Es él quien me ha traído a Burgos, el que ha propiciado nuestro sorprendente encuentro. Curioso, ¿nó? Había ubicado a la protagonista de mi libro aquí en Burgos —lo que contesta a la última pregunta— y de repente te encuentro a tí, Sofía.

Si, no dejaba de ser curioso. Tantas coincidencias, tantas casualidades. Tú, Raquel, utilizándome de conejillo de indias en tus relatos; yo emigrando a otro lugar, lejano de mi hogar, aquí, a Burgos. Rodrigo buscando a su protagonista en esta ciudad fría y diminuta, huyendo de su ambiente natural, y encontrandome a mí. No, no creas que tuve la tentación, ni por un instante, de sentirme la privilegiada —manipulada— protagonista de tantas vidas tan diferentes —y tan análogas— a la vez. Pero no dejaba de ser todo el asunto una especie de broma cómica de ese travieso llamado destino.

—Bien, —me sacó de mis pensamientos Rodrigo— creo que he contestado a tu primera tanda de preguntas. Ahora me toca el turno a mí, ¿correcto?
—Así es —respondí. No sentía el menor temor a su curiosidad —¿Qué quieres saber de mí?
—Todo lo que tú quieras contarme, desde luego.

Todo. Querer saber TODO de mí era una empresa que se me antojaba si no imposible, ciertamente difícil. Era una tarea que me debía a mi misma —quizás antes que a nadie— después de años y años de vivir inmersa en la oscuridad más desesperante, vergonzosa y humillante. La verdad era una gran losa que cerraba los caminos tortuosos por los que discurría mi vida. Una vida llena de fantasías, de sueños, de pesadillas, totalmente irreal (por más que una quiera, a veces, creer que los sueños pueden llegar a realizarse) y absolutamente falsa. Diez años de mentiras —pues ese era el verdadero, despiadado nombre que me había negado a mi misma utilizar— crueles, piadosas e insufribles mentiras, eran demasiada carga para lavar en tan sólo unas respuestas, en unos minutos, mi conciencia. Sin embargo, esa mirada clara, transparente y humilde, del hombre que me miraba, demandaba toda esa verdad escondida en los plieges más reconditos de mi corazón. Me sentía incapaz de fingir con él, quizá porque nunca había tenido que demostrar ante nadie —ni siquiera ante Jaime— unos sentimientos, no por contradictorios menos auténticos, (ante Jaime no había nada que demostrar, y nadie más había a quien hacerlo). En los papeles resultaba más sencillo moldear la fantasía, sustituirla por la realidad, juguetear con ella hasta dejar que las palabras que nunca había pronunciado contáran las más variadas aventuras jamás vividas.

Este no era el caso, Rodrigo me miraba más allá de la envoltura física que era mi cuerpo. Percibía cómo podía verme por dentro, así que me dije a gritos ¡Basta! ¿Para que seguir fingiendo, escondiendo tanto dolor, tanta vergüenza, tanta mentira? Me sentía desnuda, sin ningun rincón donde ocultar nada, absolutamente nada de mí misma.

Así, con la conciencia más tranquila y más predispuesta que nunca, comencé a hablar.


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