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No es la intención de estos papeles relatar textual, literalmente, todos los diálogos —monólogos en la mayoría de los casos— que se sucedieron desde aquel 7 de diciembre, entre Rodrigo y yo. No se trata de transcribir palabra por palabra toda mi confesión, que en eso consistió. Más bien quiero constatar Raquel, el cambió que se produjo en mí gracias a la terapia de la conversación abierta y sincera con ése hombre afable, bondadoso. Aquel hombre sensible, atento, paciente, escuchando día tras día, todo cuanto de secreto y oscuro había en mí. He de decirte que él fué la primera persona con la que me sentí capaz, con la que tuve la fuerza y el valor suficientes para hablar de mí, de mis cosas, en los diez años que llevaba aislada del mundo, de la gente, de mi gente. Pero tú eres la segunda persona (¿Quién si no?) que sabe, a la que confieso, por medio de éstas palabras escritas, mi vergonzosa existencia.
Él me abrió los ojos a mí y yo te los abro a tí. Ahora puedo hacerlo. Han transcurrido cinco años desde mi primer encuentro con Rodrigo, y han sucedido infinidad de cosas, pequeños detalles, matices, y también grandes experiencias, que ahora puedo contarte sin temor a sufrir ningún trauma, pues ya digerí en su momento el enorme esfuerzo que supuso para mí, hablar sinceramente de todo cuanto me sucedía en realidad.
Pero quiero relatarte, al menos lo más importante, de forma cronológica, tal y como fué vivido, paso a paso.
Como es lógico, aquella primera velada no duró eternamente —aunque me hiciera ese efecto precisamente—, pero quedamos en vernos el viernes siguiente, ya que él se iba a quedar una temporada en Burgos (no sabía cuanto tiempo en realidad). Y te puedo asegurar Raquel, que se me hizo eterno el tiempo, que parecía haberse detenido, hasta el día de la nueva cita. Parecía que, por fin, tenía una ilusión por algo (ilusión que a partir de entonces iba a verse aumentada y corregida repetidas veces), una auténtica motivación para ver pasar los días de otra manera más optimista. Sólo era una reunión de dos antiguos compañeros, profesor y alumna, recordando los viejos tiempos, hablando del presente, haciendo planes para el futuro. ¿No era suficiente? Desde luego que sí, para mí al menos.
El día llegó. En el mismo bar, la misma mesa, “si éste nos gusta, ¿para que hemos de buscar otro sitio?” había dicho Rodrigo. Yo estuve totalmente de acuerdo, así que convertimos “El Arlazón” en nuestro refugio, nuestra guarida permanente para todas las ocasiones en que quedábamos para charlar de los años pasados, de los que estaban por venir, de todo. Nos hicimos amigos de Joseba, el camarero vasco, atípicamente vasco, enjuto, zanquilargo, esmirriado y de finos modales, (y para más “inri” rubio) pero de lo más simpático. Ese fue, fíjate, el primer “amigo” que hacía desde que vivía en Burgos, en diez años, y todo gracias a la compañía de Rodrigo. Joseba nos sirvió esa segunda vez —al igual que la primera— y lo haría en todas las demás ocasiones en que visitamos aquel rincón nuestro.
En El Arlazón supe de Rodrigo que, dos años atrás, había roto con la mujer con la que había estado compartiendo su vida durante cinco años. No llegaron a casarse, —muy típico de su forma de ser (no casarse con nadie, en ningún concepto y bajo ningún pretexto)— y con el paso del tiempo acabaron distanciándose hasta llegar, de común acuerdo, civilizadamente, a dejarlo, (ojalá hubiera podido yo hacer lo mismo en su debido momento —pensé—). También supe de su desdicha, de su tristeza y desaliento por ese mismo motivo. Eramos muchos los que sufríamos en silencio, en las frías sombras del anonimato. Y era reconfortante saberse comprendida, mutuamente.
Él hablaba conmigo con tanta sinceridad, con tanto sentimiento y afectuosidad como yo lo hacía con él, desde el primer momento. Existía una comunión entre ambos que convertía nuestra relación, lentamente, en algo más que amistosa y entrañable. Pero no te engañes, Raquel, nunca pensé y sé que tampoco pasó por su cabeza, el aprovechar esa circunstancia para caer en la fácil tentación del amor por lástima, por compasión. No era nada de eso, sino algo puramente espiritual. Además, Rodrigo me dijo, sin ánimo de convertirlo en advertencia o amenaza, que no entraba en sus planes comprometerse con nadie (¿alguna vez lo había querido?) hasta no tener bien claro qué quería hacer con su vida. Iba a someterse a una dura prueba antes de poder estar dispuesto a compartir su tiempo, su corazón, su amor, con alguien. En ello estaba y quería llevarlo a cabo. Y con éxito.
Yo le mostré mi apoyo y le confesé que en mi ánimo tampoco estaba, ni mucho menos, salir de la sarten para caer de nuevo en el fuego.
A pesar de sentirme con más fuerzas cada vez (alentada por Rodrigo) para afrontar con determinación, y plantear definitivamente a Jaime mi decisión de dejarlo, ni por un instante contemplé la posibilidad de que en mi vida, —una vez alcanzada la libertad, la paz y tranquilidad para ver la vida desde un punto de vista totalmente independiente— volviera a haber absolutamente nadie, de quien tuviera que depender.
Te aseguro que le hizo michísima gracia lo seria que me puse para explicarle mis ideas y mis planes para cuando lograra separarme de mi marido. Automáticamente se mostró dispuesto a ayudarme en lo que yo quisiera, en lo que necesitara. Incluso me proporcionaba la colaboración —desinteresada, según él— de un amigo suyo, abogado especializado en separaciones y divorcios. Los dos nos reímos mucho esa tarde.
Después de esa segunda reunión empezamos a vernos regularmente, prácticamente todas las tardes. Él se dedicaba a escribir por las mañanas, aprovechando esa luz mágica que decía tener el cielo de Burgos desde la madrugada hasta casi el mediodía. Después salía a pasear por la ciudad, se paraba a hablar con la gente, con los viejos en las terrazas de los bares, para —como decía él— succionarles toda la información vital, el arraigo, la tradición, esa cultura popular con la que enriquecer la vida de sus personajes, la suya propia. Más tarde, se echaba una pequeña siesta y al levantarse, me llamaba y quedábamos. Unas veces íbamos de librerías de viejo y acabábamos en El Arlazón, otras simplemente paseábamos por El Espolón, hasta que la noche nos sorprendía apoyados en la baranda, mirando las calmadas, sosegadas aguas del rio. Incluso llegamos a visitar, en más de una ocasión, la hermosa catedral, esa gótica majestad imperecedera.
Todo parecía distinto yendo a su lado, cualquier pequeño detalle cobraba un especial interés. Estaba abriendo los ojos a la vida —se le ocurrió decirme una vez— y creo que sabía muy bien lo que decía. Pero había más, yo percibía que mis sentidos estaban despertando, aletargados durante tantísimo tiempo, avidos de todo lo que significara liberación, independencia, emancipación. Y más, afecto, cariño, amistad, ternura, pasión, AMOR. En cualquiera de las infinitas formas en que quisiera presentarse. Es decir, todo lo que me había sido prohibido, negado en los años de matrimonio.
Llegó el día en que, por fín, le hablé de las cartas que te escribía, las cartas que tú recibías, las cartas que contaban todo lo que a mí no me sucedía, las cartas que te contaban mis sueños. Era la primera vez que alguien ajeno a mis sufrimientos, a mi pesadilla, (de las que nadie, hasta entonces, había tenido conocimiento) iba a saber, de mis fantasias oníricas, evocadoras y evasivas. Naturalmente se interesó inmediatamente por los escritos. Me pidió permiso para leer alguna, la que yo le dejara, la que a mí me pareciera. Mostró tanto interés que no pude negarme, además quería darle una muestra más de mi confianza en él, así que le mostré alguna carta. Alguno de mis fantásticos viajes —imaginarios— con los que intentaba suplir mi monotona y tediosa vida. Le pedí a cambio que no las leyera en mi presencia, pues sentía verdadero aturdimiento y congoja al pensar en ellas.
Esa noche me costó horrores dormirme. Comencé a dar vueltas nerviosamente en la cama, pensando si habría sido una buena idea dejar que alguien leyera las palabras que en un momento de tristeza, de desolación, de angustia, habían sido escritas con la inconsciente intención de sustituir a la realidad. Pero estas dudas desaparecían al instante cuando asomaba la imagen de Rodrigo en mi mente. Un corazón tan puro como el suyo sólo era capaz de desear y de ofrecer lo mejor para mí. Y con ese tranquilizador pensamiento conseguí, bien avanzada la noche, conciliar el sueño.
La sorpresa fue mayúscula cuando a la tarde siguiente, al abrigo de nuestro refugio, con la correspondiente merienda en la mesa (servida por nuestro amigo Joseba), Rodrigo me confesó estar impresionado por mi gran imaginación y mi extraordinaria capacidad para crear situaciones, ambientes y sensaciones en unos relatos que, según dijo, mostraban una frescura y una fuerza poco común.
—Realismo. —recuerdo que me dijo. —Esa es tu gran arma… Haces que parezca real algo que no existe. Lo haces creible, con tanta convicción que es difícil creer que sólo sea producto de tu imaginación.
—Te estás burlando de mí. —contesté incrédula. —No te debí dejar que las leyeras.
—¡Que dices!, —se exaltó— mirame, Sofía. Mirame a los ojos y dime si te mienten —siempre me pedía eso cuando me quería hacer ver que hablaba en serio. Y en realidad podías leerle en los ojos. Aquella mirada era transparente, veías la verdad en ellos, eso era cierto.
—Puedes creerlo o no, —me dijo— pero lo que te he dicho es lo que pienso.
—Perdóname Rodrigo. Me has sorprendido, es tan… difícil de creer. Para mí, todo lo que está ocurriendo últimamente es como un sueño, tan irreal. Vivo pensando que en cualquier momento voy a despertarme y que todo va a terminar.
—Bueno, si quieres te arreo un pellizco de ordago y después me dices si te ha parecido un sueño —rió.
—Prefiero que no —le dije—, no sea que vaya a despertarme…
Sonriendo, hizo ademán de pellizcarme, y al apartarme volqué la taza del café con leche, lo que provocó su risa, escandalosa e incontrolada. Me gustaba verlo reir de esa manera, (aunque se convertía en un espectáculo público) te daba por creer que era un ser absolutamente feliz, preservado de todo lo malo. No era así, por desgracia. Ninguno de los dos lo eramos.
Una advertencia sí me hizo cuando las bromas cesaron. Me aconsejó que por el bien mio y por el de nuestra amistad, querida Raquel, debía de ponerte al corriente cuanto antes del "engaño" en el que te había involucrado, y de los motivos que me habían llevado a hacerlo. Le aseguré, desde luego, que desde bastante tiempo atrás no pensaba en otra cosa.
Mi semblante debía de haberse ensombrecido visiblemente, porque Rodrigo cogió mi mano, transmitiéndome su fuerza, y mirándome a los ojos me hizo un guiño y susurró: "Eres una mujer valiente".
Esa tarde fue clave para lo que después sucedería, pues dejándome llevar por el entusiasmo de Rodrigo, le prometí que le dejaría leer alguna carta más, e incluso alguno de los cuentos que, ni siquiera a tí —y te pido que me perdones por ello— te había dado a leer. Yo siempre había pensado que no tenían el menor valor, más aun cuando me surgían tan espontáneamente, sin el menor esfuerzo, (atributo este que, para los profanos, parece devaluar a las artes nacídas de este modo). No obstante, Rodrigo pensaba de otra manera. Según su opinión, la mía era una cualidad innata, una especie de perla en bruto que simplemente había que pulir, adiestrar para saber encauzar debidamente todas las condiciones que en mí se daban espontáneamente. (Mis pies parecían no tocar el suelo oyéndolo hablar de esa manera sobre mis relatos, sobre mí).
Esa noche rebusqué nerviosamente entre los cajones de mi escritorio y encontré, ya de madrugada, con los brazos castigados por los pinchazos típicos del cansancio, una especie de cuento o fábula que había titulado “El gatito micifú”. Decía así:
“El rastrillo bulle de gente curiosa, amante de lo viejo, lo antigüo y lo raro, de cualquier cosa. Los sentidos alerta ante el sublime detalle que casi pasa desapercibido —para el ojo bisoño— escondido entre cantidad de objetos inútiles, inservibles, desechados por alguien alguna vez.
Es domingo, es invierno. El Sol cálido y amable, inunda con sus chorros de oro los rios de personas de toda índole; viejos, adolescentes, padres y madres con sus pequeños revoltosos, de jovenes parejas enamoradas que avanzan —se dejan llevar— con una lentitud casi desesperante. Las estrechas callejuelas medievales encauzan la marea humana que desemboca, generosa, en la plaza rectangular, donde el mercadillo, con sus mil y un puestos, ofrece a quien esté interesado, más cosas de las que una, a veces, es capaz de imaginar; un cuento quizás:
Soy una más en el mar de gente. El mismo mar caliente, manso, de tantas otras veces. Con su perfume acre, fétido en ocasiones, húmedo siempre, revuelto con mil sazones, heterogeneos sabores de tantos bares, hornos, ultramarinos y pastelerías dominicales. De flores.
Soy una más, digo, pero al parecer la única que oye la voz. Rumor paciente, susurro solícito y mendigo. Triste clamar, gemebundo y lloroso, que demanda atención. Trístemente, estoicamente. Sólo atención.
Miro a mi alrededor. Oteo y observo sin ver, ¿quien puede ser? Dulce voz de membrillo: ¿Quién eres? ¿quién sois? La respuesta pronta llega: ¡Soy yo! ¡Soy yo! Más sigo buscando y no hallo. Sigo escuchando y no encuentro quién de la voz es su amo. ¡Aquí! ¡Aquí! —se oye gritar más bien cerca— ¿Pero es que nadie se dá cuenta? Me veo empujada, tropiezo. Caigo rodando hasta el suelo y ¡Oh, Dios! ¿Cómo es esto? Lo veo allí que me mira, me guiña un ojo y me invita: ¿Quieres venir hasta mí? No es posible lo que estoy viendo, y menos aún que lo esté oyendo, que me diga con su voz, con su propio ronroneo: “Es verdad que me estás viendo, que me oyes, lo prometo”.
Es un gato el que me mira, que me dice, que me escucha, ¿es posible tal milagro? Me acerco gateando, sin darme cuenta lo hago, hasta el precioso gatito, siamés, gris casi blanquito. Que me habla con la mente, que necesita cariño, que suplica por favor, que me lo lleve conmigo.
Sus ojos son de cristal, azul y verde transparente. Sus orejas y nariz, van del negro hasta el gris, y un matíz blanco perlado adorna sus patas, su rabo. Se me acerca y me roza, suave, tierno, delicado, y yo le ofrezco una cosa, tan sólo el amor en mi mano. El la husmea y me la lame, está en paz y nada teme. Siente que al fin tiene a alguien que lo cuide, que lo ame.
Le susurro con dulzura: “Soy Sofía, ¿tú quien eres?” El maulla mansamente: “¿Es que acaso no lo ves? Un gatito solamente” Yo lo cojo y lo arrullo al abrigo de mi pecho. Luego medito y le digo: “Buscaré un nombre para tí, y al igual que yo lo tengo, también tu tendrás el tuyo”.
El gatito ronronea en señal de aprobación, después aguarda pensando: “¿Como será? ¿Como me llamaré yo?”
Cabalgando veloz a lomos de antigüos recuerdos de niña, me llega la inspiración. De pequeña, mis peluches, mi gatito Micifú, mi amiguito más querido, así has de llamarte tú.
El rastrillo tiene estas cosas. Un hechizo o algo así, que te engancha sin quererlo, sin darte cuenta, sin más. Te llevas cualquier cosa, quizá sin necesidad. El rastro a mí me enamora, los domingos del invierno, más ahora, en Navidad. Repleto de gente soñadora, en busca de algún objeto que no van a precisar.
Cierto día encontré un cuento, una fábula animal. No, no era Samaniego, era anónima, sin más. Un gatito triste y solo que buscaba a su mamá, se perdió entre el gentío y no la encontró jamás. Pero tuvo la fortuna —doblemente además— de encontrar a una alma buena que con él podía hablar. Desde entonces viven juntos. Son felices y dichosos (como espero que seas tú) la bondadosa señora y el gatito Micifú.”
Creo que le gustó de verdad. Cuando terminó de leerlo, me miró con el semblante feliz, con una sonrisa deslumbrada, con las comisuras de la boca llegándole —casi— a las orejas. Luego bajó la vista a los folios y volvió a leer. Palabra por palabra, letra por letra, deleitándose con cada frase. Si, creo que le gustó de verdad.
—Te lo juro, Sofía, ¡es precioso! —dijo.
—No jures, Rodrigo.
—Esque sé que no vas a creerme… ¡Es muy bueno! —volvió a decir entusiasmado.
—Bueno, te creo el que te guste… pero no hay que exagerar.
—Sofía… en serio, no es que me guste, que sí me gusta, ¡me encanta! Ya no es eso, esque es CONDENADAMENTE BUENO…
Pude notar que era sincero, de nuevo se le podía leer en los ojos. Hablaba en serio. Era… era increíble que alguien como él, profesor de literatura, que tanto habría leido en su vida, que tantas veces habría tenido que desengañar a chicos y chicas que, como yo, mantenían la ilusión de poder llegar a escribir, a gustar, a triunfar escribiendo, me estuviera diciendo a mí, a Sofía Posse, una auténtica “don nadie", que aquello que yo había escrito, a escondidas, con el miedo de que alguien, alguna vez, pudiera llegar a leerlo, que aquello digo, fuera “condenadamente bueno”. Simplemente no podía creerlo.
Y fue también en esa tarde, mágica tarde, que oí pronunciar aquellas palabras que sonaron a sueño, celestial sueño, utópico e irreal sueño. Rodrigo me hablaba, yo lo oía, lo había escuchado, pero me daba la impresión de que todo aquello, aquellas palabras, no iban conmigo, que simplemente las estaba escuchando como el que oye a los vecinos —anónimos— de mesa en un concurrido restaurante, hablar de tal o cual cosa. Sentía incrédula cómo me decía que aquello que acababa de leer podía… debía ser publicado. Que él tenía un par de compañeros de los tiempos de la universidad que se habían convertido en editores, modestos editores pero que en un principio “podrían servirnos” —dijo.
Yo seguía sin dar crédito a todo lo que estaba sucediendo, pero de la noche a la mañana, lo que tenía que ocurrir, lo que el destino me tenía, de nuevo, celosamente preparado, ocurrió.
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